Muy buenas, reciban un cordial saludo.
Comparto este relato sobre el Dr. Prince Lara.
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Tomado del Libro Hadas Brujas y Duendes de Puerto Cabello, propiedad intelectual de Adolfo Aristeguieta Gramcko.
El Dr. Adolfo Prince Lara hay que decir que representa toda una época. Como estudiante tomó parte activa en los sucesos universitarios contra el gobierno del Benemérito General Juan Vicente Gómez. Su hermano Guillermo tuvo acción destacada y murió poco después de aquellos acontecimientos. Su otro hermano, J. J., conocido en todo el Puerto con el apodo cariñoso de "Cheche", trabajó como dentista y fue también participante de los sucesos del año 28. Tanto de uno como de otro, oí los relatos de los hechos como ellos los vivieron. También la semblanza que hacían de los más connotados líderes y posteriormente la opinión que les merecían, especialmente aquellos que en años posteriores tuvieron en sus manos el destino de la República.
Adolfo Prince Lara vive pues como universitario los momentos más álgidos de la generación del 28. Aquella explosión de fuerza juvenil que exigía cambios en la conducción del país. Posteriormente fue a dar al Puerto donde se estableció ya de médico. Recuerdo su casa, una vieja casona de ancha puerta en la esquina misma de la Municipalidad hacia el lado del mar. Debió ser una casona guipuzcoana. Sus paredes de auténtico calicanto, eran blancas todas y en ella no se sabía bien qué cosa era mancha de cal y cuál de salitre.
La consulta comenzaba poco menos de pasadas las ocho. Ya desde antes, los pacientes iban llegando y entrando sin tocar en aquella puerta siempre abierta. Un resorte se encargaba de cerrarla una vez había pasado el entrante parroquiano. El sol caía sobre el patio; las ixoras y berberías estallaban su color a la luz de la mañana.
Adolfo Prince Lara, médico de corazón amigo e inmedible bondad, también gustaba de la pesca y cacería. Era frecuente que en una inmensa jaula instalada al costado menos asoleado del patio, estuvieran siempre en exhibición las aves más extrañas. Muchas alegraban con su canto matinal y alguna vez en improvisado corralito, nos recibían un venadito o una lapa, blancos conejos, garzas y otros especímenes traídos de la . reciente salida.
La sala de espera poco a poco se volvía lugar de tertulia. Todos los que por lo general allí estaban, eran vecinos conocidos. Se corrían las últimas noticias. Cada quien compartía los propios dolores consiguiendo ya con ello el primer alivio a los suyos.
La sala de todos los médicos porteños era un sitio donde se realizaba improvisada y espontánea psicoterapia de grupo, muchos años antes de ser ella conocida como técnica terapéutica descrita y aceptada. Al comenzar la mañana no faltaban los chistes, los encuentros cordiales entre viejos amigos, algunos de ellos, por cierto, bien locuaces y conversadores. La cosa llegaba al punto que no era raro ver entrar a alguien no más que para saludar y pasar el rato dando y tomando frescas noticias.
Mientras los enfermos pacientemente esperaban deshojando sus cuentos, más allá del patio, en donde debía estar el comedor, se sentía la voz del doctor que conversaba con los íntimos. Ruidos de fritanga, olor a buen café recién colado y arepas frescas de budare. Siendo casa de pescador, no sorprendía el olor a sardinas y otros frutos del mar, seguramente traídos de la reciente pesca. El doctor Prince predicaba con su ejemplo en favor de los buenos desayunos.
En un momento su figura llenaba la escena. De mediana estatura, trigueña su tez; cabellos negros bien poblados con discreta raya en medio; y su mirada torcida que nunca supe cuándo me veía, cuál ojo era el natural y cuál la prótesis; pues vivió la tragedia personal de la pérdida de un ojo. Pese a ello su agilidad y soltura no daban motivo para pensar que aquel infortunio, había dejado en él limitación alguna para gozar la vida.
Voz ronca de timbre y entonación criollísima; estilo personal, cordial y campechano sin perder jamás los límites que supone el personal respeto, lo definían nítidamente.
Se celebraban sus cuentos y ocurrencias, sus salidas graciosas, y sobre todo su buena información. Un saber Práctico de la diaria medicina, unido a una capacidad de decidir y actuar con calor y entrega total, que a veces "llegaba a la audacia, cuando un caso grave lo exigía.
¿De qué cosa no sabía Adolfo Prince Lara? ¿Cuál tema médico le era extraño? ¿De qué no se atrevía a dar sus propias opiniones nacidas de una amplia experiencia? ¡Cuánto sabía de Medicina Tropical y las enfermedades frecuentes de las gentes de nuestro pueblo y nuestros campos!. No se le escapaba el diagnóstico de ninguna, las conocía bien todas, por más disfrazadas que se presentaran.
Cirujano general y traumatólogo de habilidad singular. Internista que fundamentaba sus diagnósticos en la clínica más pura: Observación, palpación, percusión y auscultación. Lo recuerdo junto a mi lecho de niño, las pocas veces que una indisposición pasajera exigieron su visita. Serio, atento, deslizaba primero sus manos con suavidad, para luego hundirlas explorando a fondo el infantil abdomen.
En la penumbra de la habitación lo veo aparecer con aquellas gomas negras misteriosas introducidas por el extremo bifurcado en sus orejas, y por la otra terminadas en un tambor o insonora campanita, que apoyaba atento sobre el pecho como oyendo los misterios de lo que pasaba adentro.
Lo miraba atónito y mi curiosidad me dejaba con la pregunta, si aquel instrumento penetraría profundo y con dolor en su orejas. ¿Sufriría él tal vez haciéndome el examen?
La sala o consultorio tenía en el centro la mesa de exámenes. Alrededor, dispuestas hacia las paredes, mesitas, lámparas, aparatos, gabinetes y vitrinas con terribles instrumentos a la vista. Más tarde conocí sus nombres y también sus usos.
Llegado el turno, la puerta se abría y pasaba el primer paciente, la tertulia hacía silencio, bajaba el nivel de animación.
En todos quedaba el suspenso de si se oirían gritos o no. Ello no era infrecuente. A veces pasando por la calle, la modesta romanilla que cuidaba la intimidad del recinto, dejaba oír los lamentos del dolorido cliente sometido a incómodo examen o siguiendo el proceso de las dolorosas curaciones.
Adolfo Prince Lara daba siempre sensación de seguridad. Hablaba poco, empezaba diciendo:- "Vamos a ver qué te pasa". Cuando nuestra explicación era muy detallada la interrumpía y directo iba al examen que correspondía. Miraba aquí, apretaba allá. Percutía, revisaba. Cambiaba la posición y examinaba de nuevo. Y... ya está. "¿Cómo están por tu casa? y "Espera afuera", eran las palabras finales. No más comentarios.
Acostumbraba pasar varios enfermos, y luego salía a la sala donde estaban sus empolvados libros para despachar las recetas. Llamando uno a uno se la ponía en las manos, diciéndole cómo tomar el remedio y cuándo debía volver. Y así seguía con todos los pacientes.
Al finalizar salía en su auto a las visitas domiciliarias y luego los enfermos del Hospital Municipal. Su atuendo era tan típico como increíble: siempre -pese al calor de Puerto Cabello- traje de paño oscuro y color marrón, sin prescindir jamás del circunspecto chaleco. En la casa lo vi actuar alguna vez en mangas de camisa y puños remangados, máxima concesión, pero sin el chaleco nunca.
En la tarde la siesta. En la noche, el programa variaba, sin que fuera excepcional topárselo en las mesas de dominó en el Club.
Aquella casa de Adolfo Prince Lara era la casa de todos. En aquellas sillas, las llamadas de "Paleta", de dura madera, se sentaban sus amigos que también eran sus pacientes. Representantes había entre ellos de todas las clases sociales, desde las más humildes hasta las más altas.
Lo vi sufrir, cuando debía comunicar un diagnóstico grave que caía sobre una persona querida. Pese a ser como se dice "Un hombre curtido". A veces rudo e insensible, era todo lo contrario: Un gran amigo, un médico de sensibilidad humana y un corazón inmenso y bondadoso. No estuvo ajeno a los vaivenes de !a política. No podía estarlo. Nutrido en las ideas del año 28, fue parte de aquella generación de soñadores; compartió las mismas inquietudes.
Cuando murió el Benemérito General Juan Vicente Gómez y se abrieron nuevos caminos de esperanza, Adolfo Prince Lara acompañó a su amigo Andrés Eloy Blanco y a bordo de la misma lancha, los grillos del Castillo Libertador los echaron al mar.
Participó con entusiasmo y dedicación con los nuevos gobiernos democráticos de la República, y jamás convino en legitimar la asonada militar, que terminó configurándose con el nombre de "Revolución de Octubre". La adversó siempre, no por reaccionario ni por aristócrata gomecista, que ninguna de las dos cosas era. La adversó por injusta, inconsecuente, inoportuna y contraria a todos los postulados que el año 28 habían sentado sus compañeros de universidad. La interpretó como un acto de impaciencia, de poca altura y corta visión de la Historia. Un "Bochinche" más con más fortuna de tantos cuantos han empañado el irregular mosaico de discontinuo brillo de la Historia Patria.
Adolfo Prince Lara estuvo siempre en su sitio y lo respetaron. Como buen médico, supo cuándo iba a morir. Sabía su diagnóstico. Lo llevaron a los grandes centros asistenciales del Norte. Lo operaron y contaba un allegado que volviendo en sí de la anestesia, la esposa lo animaba y le decía:
-"Adolfo, vas a ver que te mejoras, que te pones bueno de nuevo". El la miró con sus ojos de bondad y le dijo:
-"¿Y tú crees de verdad que me operaron? Me abrieron y me volvieron a cerrar". Y así había sido. Por inoperable mal, los cirujanos sin hacer más, simplemente lo mejor que pudieron dejaron todo como estaba.
Adolfo Prince Lara. Su casa aún está en pie y en su sitio; con su corta torre mirando a! mar. ¿Se salvará del "Tractor del Progreso" desatado por alguna decisión precipitada, incapaz de valorar toda la historia que está encerrada dentro? ¿O por apetencias e intereses no siempre confesables, justificados en apresuradas cuan inconvincentes legitimaciones?
El Hospital Municipal de Puerto Cabello lleva el nombre de Adolfo Prince Lara. ¿Sabrán sus médicos y también los pacientes, de hoy y de mañana, quién era el personaje conocido con tal nombre?
Uno de los más recios y auténticos, que en todos los años de su Historia conocieron ios hijos de Puerto Cabello.
¡Honor a su recuerdo!
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