Eran las tres de la tarde. Manuel Sucre luca su traje dominguero, calzando alpargatas suela de cuero y tapando su brillante calvicie con sombrero “pelo de guama”, después de terciarse entre pecho y espalda las finas correas del mapire se ajusta bien el cinturón para luego con parsimonia introducir en el mapire un “cuartillo de ron Pauji”. Sale al exterior del rancho, por un momento siente diminutas agujas de luz que irrumpen la claridad de sus pupilas y parpadea violentamente para despejar de las retina la intensa claridad del sol.
Se acomoda el mapire en la espalda, terciando la correa sobre el hombro, sin dejar de tocar repetidamente el envoltorio en el interior del bolso de tejidos de palmas. Era el “Cuartito de Ron que había preparado con ácido muriático, mientras recordando con ambigua ambición que el espíritu del difunto había sido bien claro, “vallan dos y venga uno” con este pensamiento macabro aligeró el paso.
Allí estaba, era inocente aquel muchacho de anguloso rostro y espaldas anchas, el hijo de su compadre, al que había destinado como ofrenda de sacrificio al espíritu del entierro.
- ¡Melecio! en qué estas pensando.
- ¡Don Manuel! lo estaba esperando, aquí está lo que me mandó a comprá.
-¡Haaa! El litro de Ron, dámelo pá échame un traguito.
El muchacho de gruesas y callosas manos extendió la botella, al coincidir con la luz solar fulguró como fuego en la sabana. Don Manuel Sucre se empinó la botella hasta la mitad, ni siquiera parpadeó, los ojos porcinos se entrecerraron más para mirar con recelo a Melecio.
-¡Oye! Muchacho, estas preparado, te pagaré bien tu trabajo. ¿Ya sabes? ¡Es una cosa de misterios! De esas que dan miedo ¡pero gueno! Yo soy un hombre de bríos y no le temo ni al propio diastre.
-Eso los se Sr. Yo lo ayudare en su faena, si UD me paga ¡ya sabe! Necesito esos reales pa podé compra la hacienda a Doña Lucrecia, ella se va ¡sabe! Y si yo no lo hago, otro lo hará por mí.
-No te preocupes, solo te pido que no le digas esto a nadie, necesito que me des tu palabra de hombre.
-UD sabe Sr. que yo soy hombre de palabra y honor, cuente con migo pá saca su tesoro, ese que UD había heredado de su tatarabuelo Eutanacio Sucre. Quien Ud dice que fue familia del General Antonio José de Sucre.
-Bueno mijo, toma estos cinco reales y un chelín pa que te compres algo de licor, te espero a las 11 de la noche en la vuelta del ahorcado, mas arriba en Cerro Blanco, ahí mismito esta lo que desenterraremos de las entrañas de la tierra y mañana serás dueño de esa hacienda en que tanto sueñas y podrás casarte con la picara de Rosenda.
-¡Sr.!
-No digas na, yo soy hombre de cuentos y caminos, he recorrido mucho mundo. Bueno ya sabe que hacé.
-Si Don Manuel.
Don Manuel se aleja entre las calles transitadas por varios cochinos, perros, burros y gallinas. Marcelino lo ve alejar hasta que se desvanece entre la espesura del camino.
Son las 11 de la noche. Marcelino espera agazapado, oculto entre el follaje del camino, en una de sus manos el machete que suelta chispa de brillantes reflejos lunar, en la otra una botella de Ron con el tinto liquido rojizo. Un leve sonido de hojarascas secas lo sobresalta, cuando ve en la distancia un punto rojo por donde surge un humo azulado y la larguirucha silueta de Don Manuel Sucre.
-¡Don Manuel!
-¡Muchacho! ¡Con cuidado! Mira que en estos montes te puede picar una cuaima.
-No se preocupe Sr. Yo estoy preparado. Las cuaimas me tienen miedo.
-¡Anja!
-¿Bueno donde empezamos?
-tranquilo, sígueme es allá en Cerro Blanco, tenemos que camina una hora, estaremos allá exactamente a las 12 de la noche.
Don Manuel Sucre extrae del mapire un antiguo mechón y encendiéndole prosiguen el camino.
En el silencio de la oscura noche, iluminados por la débil brillantes del mechón de kerosén inician la excavación con picos y palas. Arduo es el trabajo por la endurecida piel del suelo montañoso, el sudor corre a raudales y se adhiere a las camisas embadurnadas con el barro rojizo y legamoso.
Esto si esta hondo mi señor ¿no será esto un embuste de parte de su abuelo, perdone mi entrometimiento?
¡Caramba muchacho! Menos palabrería y más trabajo. Yo creo que estamos cerca.
Interrumpen aquel corto dialogo para seguir hiriendo debilitados aquellas malditas tierras. Una brisa fría y húmeda se lleva el eco de la sonoridad escabrosa del pico y la pala, apagando levemente la llama amarillezca de la lámpara de fabricación domestica.
Hombres y paisajes se fundían con la triste luz de la farola, en la distancia algunos cantos de gallos pronosticaba el final de aquella noche y los ladridos de los perros exaltaban la premonición de la muerte.
-Aquí, aquí Don Manuel, aquí está.
-¡Donde que no veo nada!
Don Manuel se restriega los ojos y con la punta de la camisa se limpia bruscamente el sudor de la frente, imperceptible ve el lumínico brillo del oro atrapado en el fondo de un triste tinajón deteriorado por el tiempo. La alegría lo invade toma el oro en sus manos y limpia las monedas sobre la piel del pantalón humedecido, las muerde, las besa, las lanza hacia arriba como envuelto por una locura demencial. Abrazando eufórico al muchacho le susurra suavemente al oído.
¡Muchacho esto hay que celebrarlo!
Jala el mapire que se localiza al lado de aquella bóveda de tierra y extrae un “Cuartito de Ron”, lo destapa suavemente y echa un poco sobre la madre tierra y olvidándose por la emoción de aquella bebida envenenada exclama:
¡Este es para el difunto!
Y al culminar su empobrecido agradecimiento se escancia hasta la mitad el líquido rojizo.
Toma muchacho, brinda conmigo.
Marcelino toma deprisa aquella bebida demoníaca en su manos y cuado decide tomarla se detiene al ver a Manuel Sucre desorbitar los ojos y gritar espantosamente.
Manuel Sucre siento unos latigazos enfurecidos en el estomago y de súbito se acuerda del ácido muriático que había mezclado con aquella bebida infernal. Marcelino lanza la bebida entre el follaje y tomando todo el tesoro huye despavorido devorado por la espesura en tinieblas.
Se acomoda el mapire en la espalda, terciando la correa sobre el hombro, sin dejar de tocar repetidamente el envoltorio en el interior del bolso de tejidos de palmas. Era el “Cuartito de Ron que había preparado con ácido muriático, mientras recordando con ambigua ambición que el espíritu del difunto había sido bien claro, “vallan dos y venga uno” con este pensamiento macabro aligeró el paso.
Allí estaba, era inocente aquel muchacho de anguloso rostro y espaldas anchas, el hijo de su compadre, al que había destinado como ofrenda de sacrificio al espíritu del entierro.
- ¡Melecio! en qué estas pensando.
- ¡Don Manuel! lo estaba esperando, aquí está lo que me mandó a comprá.
-¡Haaa! El litro de Ron, dámelo pá échame un traguito.
El muchacho de gruesas y callosas manos extendió la botella, al coincidir con la luz solar fulguró como fuego en la sabana. Don Manuel Sucre se empinó la botella hasta la mitad, ni siquiera parpadeó, los ojos porcinos se entrecerraron más para mirar con recelo a Melecio.
-¡Oye! Muchacho, estas preparado, te pagaré bien tu trabajo. ¿Ya sabes? ¡Es una cosa de misterios! De esas que dan miedo ¡pero gueno! Yo soy un hombre de bríos y no le temo ni al propio diastre.
-Eso los se Sr. Yo lo ayudare en su faena, si UD me paga ¡ya sabe! Necesito esos reales pa podé compra la hacienda a Doña Lucrecia, ella se va ¡sabe! Y si yo no lo hago, otro lo hará por mí.
-No te preocupes, solo te pido que no le digas esto a nadie, necesito que me des tu palabra de hombre.
-UD sabe Sr. que yo soy hombre de palabra y honor, cuente con migo pá saca su tesoro, ese que UD había heredado de su tatarabuelo Eutanacio Sucre. Quien Ud dice que fue familia del General Antonio José de Sucre.
-Bueno mijo, toma estos cinco reales y un chelín pa que te compres algo de licor, te espero a las 11 de la noche en la vuelta del ahorcado, mas arriba en Cerro Blanco, ahí mismito esta lo que desenterraremos de las entrañas de la tierra y mañana serás dueño de esa hacienda en que tanto sueñas y podrás casarte con la picara de Rosenda.
-¡Sr.!
-No digas na, yo soy hombre de cuentos y caminos, he recorrido mucho mundo. Bueno ya sabe que hacé.
-Si Don Manuel.
Don Manuel se aleja entre las calles transitadas por varios cochinos, perros, burros y gallinas. Marcelino lo ve alejar hasta que se desvanece entre la espesura del camino.
Son las 11 de la noche. Marcelino espera agazapado, oculto entre el follaje del camino, en una de sus manos el machete que suelta chispa de brillantes reflejos lunar, en la otra una botella de Ron con el tinto liquido rojizo. Un leve sonido de hojarascas secas lo sobresalta, cuando ve en la distancia un punto rojo por donde surge un humo azulado y la larguirucha silueta de Don Manuel Sucre.
-¡Don Manuel!
-¡Muchacho! ¡Con cuidado! Mira que en estos montes te puede picar una cuaima.
-No se preocupe Sr. Yo estoy preparado. Las cuaimas me tienen miedo.
-¡Anja!
-¿Bueno donde empezamos?
-tranquilo, sígueme es allá en Cerro Blanco, tenemos que camina una hora, estaremos allá exactamente a las 12 de la noche.
Don Manuel Sucre extrae del mapire un antiguo mechón y encendiéndole prosiguen el camino.
En el silencio de la oscura noche, iluminados por la débil brillantes del mechón de kerosén inician la excavación con picos y palas. Arduo es el trabajo por la endurecida piel del suelo montañoso, el sudor corre a raudales y se adhiere a las camisas embadurnadas con el barro rojizo y legamoso.
Esto si esta hondo mi señor ¿no será esto un embuste de parte de su abuelo, perdone mi entrometimiento?
¡Caramba muchacho! Menos palabrería y más trabajo. Yo creo que estamos cerca.
Interrumpen aquel corto dialogo para seguir hiriendo debilitados aquellas malditas tierras. Una brisa fría y húmeda se lleva el eco de la sonoridad escabrosa del pico y la pala, apagando levemente la llama amarillezca de la lámpara de fabricación domestica.
Hombres y paisajes se fundían con la triste luz de la farola, en la distancia algunos cantos de gallos pronosticaba el final de aquella noche y los ladridos de los perros exaltaban la premonición de la muerte.
-Aquí, aquí Don Manuel, aquí está.
-¡Donde que no veo nada!
Don Manuel se restriega los ojos y con la punta de la camisa se limpia bruscamente el sudor de la frente, imperceptible ve el lumínico brillo del oro atrapado en el fondo de un triste tinajón deteriorado por el tiempo. La alegría lo invade toma el oro en sus manos y limpia las monedas sobre la piel del pantalón humedecido, las muerde, las besa, las lanza hacia arriba como envuelto por una locura demencial. Abrazando eufórico al muchacho le susurra suavemente al oído.
¡Muchacho esto hay que celebrarlo!
Jala el mapire que se localiza al lado de aquella bóveda de tierra y extrae un “Cuartito de Ron”, lo destapa suavemente y echa un poco sobre la madre tierra y olvidándose por la emoción de aquella bebida envenenada exclama:
¡Este es para el difunto!
Y al culminar su empobrecido agradecimiento se escancia hasta la mitad el líquido rojizo.
Toma muchacho, brinda conmigo.
Marcelino toma deprisa aquella bebida demoníaca en su manos y cuado decide tomarla se detiene al ver a Manuel Sucre desorbitar los ojos y gritar espantosamente.
Manuel Sucre siento unos latigazos enfurecidos en el estomago y de súbito se acuerda del ácido muriático que había mezclado con aquella bebida infernal. Marcelino lanza la bebida entre el follaje y tomando todo el tesoro huye despavorido devorado por la espesura en tinieblas.