Consideraciones acerca del origen de la Magia y de la Religión por Freddy Sosa.
"(...) Nos hemos habituado a considerar la magia como “otra lógica” sin reparar en qué reside esa supuesta alteridad. Como la vemos históricamente, en el contexto abstracto de la evolución cultural, nos parece anterior a la ciencia. Ello es un importante error. La visión correcta es concebirla individuo a individuo. “La magia”, “la religión”, “la ciencia”, “la ley de la gravedad”, no existen como sujetos, por sí mismas. Existen “la magia en la que cree Pedro” en la medida en que Pedro es un sujeto, “la religión de Antonia”, “la ciencia de Luis”, “esta hoja que cae”.
Legalidades abstractas como la ley de la gravedad y las caídas poseen, sí, existencia lógica cuando no se dan en un sujeto, pero no ontológica. Y en Pedro o Luis la magia aparece una vez agotada el nivel máximo de ciencia, de tecnología o de sentido común al que puede acceder.
Siempre que quede un lugar para la ciencia, lo utilizamos. No sólo los hombres de las ciudades y los científicos, también los sacerdotes, los bosquimanos y los brujos acuden en primer lugar a la ciencia y al sentido común, esto es, a la lógica de lo controlable desde la inducción empírica, pues no hacerlo sería admitir un mundo absurdo en principio. Es enteramente obvio que si un hechicero de una tribu amazónica quiere alcanzar una fruta no ejercitará una danza mágica alrededor del árbol ni untará su tallo con pócimas mientras pronuncia palabras poderosas sino que la tirará con una vara.
Es un error muy extendido valorar la magia como una pre-ciencia. Cuando Frazer convirtió ese error en verdadera categoría inmóvil sólo estaba amalgamando una errónea visión de la magia que era y es moneda corriente en el pensamiento del hombre común. Se cree que el mago lo es sólo porque aún no alcanza el método científico, pero en cambio no se piensa que el Papa de Roma deje de serlo cuando tenga suficientes conocimientos de biología . El caso de Newton es revelador: cuando murió dejó un baúl repleto de papeles, algunos con apuntes sobre física y matemáticas, otros con observaciones sobre la piedra filosofal, el elixir de la larga vida, la transmutación alquímica de los elementos y la identificación del Papa con el Anticristo. Esto ha sido interpretado como que Newton poseía el bagaje mágico común en su tiempo, un bagaje oscuro que se ilumina en la medida en que cientifiza. En ese sentido suele mostrarse que la alquimia no estaba tan errada si terminó convirtiéndose en la química moderna, como lo demuestra, se dice, el hecho de que la transmutación de los elementos se haya conseguido mediante controles experimentales de laboratorio. Contra esta visión cabe decir que la alquimia no es magia, sino, en rigor, una pre-ciencia o una para-ciencia. Posee del método científico el carácter experimental de la ciencia convencional, aunque no la acumulación de sus resultados en almacenes informáticos al alcance de los siguientes alquimistas. Eso obligaba a una experimentación que tendía continuamente a comenzar desde cero. No toda mala ciencia es magia.
Sólo cuando la inducción empírica, esto es, el nivel de técnica/ciencia/sentido común de un individuo, se ve superada por los obstáculos del mundo aparece la magia, lo que quiere decir que, lejos de ser una pre-ciencia, la magia es en todo rigor una post-ciencia.
Como la ciencia y el sentido común, la magia parte también de la inducción y por lo tanto desde la lógica de lo recurrente. Desde la inducción, la ciencia y la magia proponen legalidades que posteriormente son usadas deductivamente. La diferencia radica en que las legalidades mágicas no son revisadas continuamente para ajustarlas a la marcha de los resultados a causa de que su objetivo principal, la que la hace útil, el reordenamiento lógico del mundo, es de una universalidad más amplia que la legalidad del cambiante mundo fenómenico. El control del mundo físico es en el pensamiento mágico un deseo real que actúa como móvil (un control que, por otra parte, para asombro de la ciencia y del sentido común, puede darse en los hechos) pero a la magia le importa tanto los resultados como los procedimientos, porque su objetivo no es únicamente el control efectivo del mundo físico sino, además, evitar que el mundo sea un cáos sin lógica. La ciencia y el sentido común, lo mismo que la magia, ordenan el mundo para controlarlo, sólo que, en su abstracción, el objetivo final de la magia es la restauración de la logicidad del mundo tras el fracaso de la ciencia y no sólo la consecución de apetencias o el logro de deseos. Una apetencia cualquiera que no amenace la logicidad del mundo, lo mismo que una sorpresa menor, no conduce a la magia, puesto que la restauración de esa logicidad es menos importante que la satisfacción de un deseo. De aquí que la magia no esté vinculada directamente a la obtención de resultados positivos.
La tarea de la magia es logizar el mundo y evitar la sorpresa. Antes que curar el enfermo de un modo positivo, su objetivo es integrar a la lógica del mundo el fenómeno de la enfermedad o el de la muerte. Para evitar las sorpresas, la magia llega a fabricarlas. En todo acto de magia hay siempre un enfermo: la lógica del mundo. Es por ello que la magia no se erige sobre la eficiencia de sus éxitos positivos y parciales. Nadie antes de rezar una oración piensa “de cien ocasiones en que he rezado antes esta misma oración he obtenido resultados efectivos sólo una vez; esta eficacia del 1 por cien la hace desconfiable y debo procurarme otra oración”; si esto hiciera aun estaría en etapas cognoscitivas premágicas, es decir científicas. Para la magia el orden es control porque lo que se salva no es sólo el obstáculo apetecible y concreto sino la logicidad de un mundo que, gracias a la magia, sigue siendo susceptible de ser controlado mediante la lógica. No habría ciencia tal como la conocemos si la magia y la religión no hicieran lógico el mundo allí donde ella, la ciencia, ya no puede controlarlo. Multitud de fenómenos que ahora, por triviales, apenas si reciben de nosotros algún comentario, hubiera sido imposible incorporarlos a la lógica del mundo con la ciencia de hace siglos.
Esto, desde luego, no significa que la función de la magia sea la de salvar a la ciencia sino, como digo, la de salvar la logicidad del mundo: si me dicen los médicos del hospital que he contraído una enfermedad que me llevará a la muerte irremediablemente ¿aceptaré que el mundo es incontrolable? ¿Me sentaré con la mente en blanco a esperar con angustia la muerte? ¿Me diré “si esto dicen la ciencia y el sentido común no queda nada por hacer porque después de ellos nada hay”? Todos sabemos que no, y que para salvar la logicidad del mundo y dar un paso afuera del umbral de la ciencia no es preciso ser un primitivo. Adviértase que no supone esto que ante la muerte la opción mágica sea inevitable: es posible enfrentar la muerte serenamente si no se cree rota la esfera del sentido común, como ocurre con los patriotas. La serenidad religiosa ante la muerte es, paralelamente, producto de mecanismos cuyo origen inmediato es mágico.
Estas “teorías universales” que hemos mencionado al comienzo actúan en la práctica como verdaderas tautologías. Que el mundo existe lo prueba el hecho de que está ahí, es decir el hecho de que existe. El mundo es racional, como se ve por el hecho de que puedo pensarlo. La racionalidad del mundo no es de un todo distinta de la mía, como se desprende del hecho de que puedo controlarlo. Un mundo incontrolable conduciría a la desconfianza en la racionalidad del mundo y por lo tanto en el mundo mismo. Pero eso, como sabemos, no ocurre. Mientras podemos controlar el mundo por este acuerdo de nuestra lógica con la suya estamos dentro del campo del sentido común; cuando no podemos, partimos no de los fenómenos sino de estas tautologías abstractas. Si en los casos concretos una y otra vez ocurrió que mi mente controló a mi favor esos fenómenos, la conclusión lógica es que mi racionalidad puede modificar la racionalidad del mundo visto como conjunto de fenómenos (no como totalidad unitaria). Lo racional mueve lo racional. En el caso del río, en lugar de accionar sobre los fenómenos concretos en los que se manifiesta, esta racionalidad se apunta a la racionalidad misma del río.
Si puedo controlar racionalmente su caudal, su curso, su rapidez, su anchura mediante diques o balsas ¿qué puede haber de absurdo o de sorprendente en el hecho de que intente controlar al río mismo? Lo absurdo sería que le concediera racionalidad a las partes pero que se las negara al todo. Hay una racionalidad del río, una fuerza, una potencia, que lo hace lógico. Hay un espíritu del río. Agotada la ciencia, nada más razonable que establecer lazos con ese espíritu para modificar el río como totalidad.
El hilozoísmo, el fetichismo, el vudú, el chamanismo, son, en general, consecuencia de esta búsqueda de una racionalidad elemental propia de cada ente. El funcionamiento cotidiano del agua se asume por la vía de la experiencia y se maneja mediante el sentido común. El funcionamiento del río más allá de la percepción sensorial, esto es, la vinculación de la idea de totalidad con la de racionalidad conduce a manejos que superan la parcialidad empírica y que son vías no deleznables de conocimiento conceptual en tanto que actúan como procesos de subsunción de la multiplicidad en la unidad por la vía del concepto.
También la magia, como la ciencia o el sentido común, supone procesos conceptuales de abstracción. Esto no significa, desde luego, que sea la magia una modalidad cognoscitiva mera o exclusivamente conceptual; de hecho, las subsunciones místicas de la magia (mediumnismos, trances, taumaturgias) ocupan un lugar importante en su conformación de una totalidad racional, pero nos confundiríamos si viéramos en tales misticismos su única naturaleza. En el caso de las pinturas rupestres del paleolítico, por ejemplo, junto al interés concreto de cazar la pieza elegida hay un trasfondo de ordenamiento conceptual vital: el acto de lanzarles las flechas al bisonte pintado es un acto de dominio de la racionalidad del hombre sobre la del mundo, y por lo tanto un ordenamiento de un mundo que amenazaba caos por la vía de la pérdida de control lógico sobre el invierno. La figura, como pasa en las ceremonias vudú, es la racionalidad ajena sujeta al control de la racionalidad de un sujeto, el hechicero.
Ordenado el mundo, que se haya cazado o no al bisonte elegido es una contingencia susceptible de ser corregida dentro del orden lógico de los fenómenos. Es el método científico lo que abandona la lógica de la ciencia para acceder a la lógica de la magia. Cuando se piensa en la magia como ‘otra lógica’ en lo que se piensa, por lo común, es en aquello que la magia tiene de mística o de estética: los ritos, los éxtasis, la música asociada. En efecto, sólo en relación a la mística o a la estética podemos hablar de la magia como de ‘otra lógica’, pues es en esta esfera -imbricada y frecuentemente indiscernible de la esfera conceptual- donde las subsunciones hacia la abstracción no se efectúan por concepto.
Mística aparte, la lógica de la magia sigue un proceso conceptual y conceptualizable. Desde una racionalidad localizable en concreciones individuales (hilozoísmo, animismo), la magia expande esa racionalidad hasta formar conjuntos de abstracciones cada vez más universales, con lo que tiende a nociones como al mana universal o a la physis. Es evidente la resistencia del pensamiento mágico a la asignación de esta racionalidad a abstractos universales extrasensoriales. No hay una maldad en sí misma sino alguien, un sujeto, un objeto, una particularidad concreta de la que proviene el mal y contra la cual se ha de luchar. Cuando esa universalidad cobra fuerza y el pensamiento mágico hace de la logización del mundo un elemento de cohesión social, ya se empieza a derivar hacia la religión, que, en muchos casos, puede ocurrir como un verdadero retroceso de la magia. La physis supone una objetividad racional tan impersonal y extrahumana que la antropomorfización de esa racionalidad puede haber conducido a la idea de dios.
La separación entre magia y religión es pertinente aunque no esencial. En el pensamiento mágico la racionalidad del fenómeno es manejada desde la racionalidad de un hombre. La religión -que no aparece antes que la magia-, en cambio, restaura la logicidad del mundo desde la racionalidad del dios, y el hombre, el sacerdote, es un intermediario entre esas dos racionalidades. No es él quien mueve la racionalidad del fenómeno y quien logiza el mundo amenazado de absurdo sino una entidad racional a la que se le asigna una dosis de subjetividad que le permita tener su propia voluntad, acceder a las demandas de los hombres y controlar el mundo. Es difícil precisar el momento en que una actitud mágica en una sociedad comienza a ser religiosa. Aunque es cierto que no hay religión sin una magia previa, la magia sigue conviviendo con la religión imbricada en manifestaciones en las que se ha de hacer un esfuerzo para separarlas y escindirlas. En algunos casos, como ocurre cuando el dios religioso repugna del mago que obra sin él, se puede trazar ese límite, por ejemplo -Números 20- el caso de Moisés ante Dios : un mago, Moisés, duda entre su propio poder y el de la divinidad, y un dios, cuya unidad es incipiente y precaria, enfrentado a la multiplicidad, que le pregunta, más o menos, “¿Quién has creído que extrajo milagrosamente el agua de la piedra? ¿Tú o yo?”, y que, airado, le castiga. Entre los hebreos, Abraham es el primer sacerdote, y Moisés, que es posterior, el último mago.
En sus orígenes, la religión está unida a la aparición del Estado. No hay religiones personales, ni de cinco o seis personas como, en cambio, ocurre con la magia. La religión es inherente a la existencia de una sociedad estratificada. ¿Por qué? Porque la sociedad, al solucionar problemas básicos de supervivencia, permite altas dosis de abstracción para los conceptos con los que se conforma la lógica del mundo. La enfermedad de Luis y la de Pedro, que en los clanes tribales de cohesión precaria o circunstancial, sin un Estado poderoso que garantice la transmisión de teorías lógicas que salven la incoherencia del mundo -los mitos-, eran vistas como las enfermedades, en un orden social estable y sólido que admita el mito llegan a ser vistas como la enfermedad, una abstracción inmostrable. Este Estado poderoso no necesariamente ha de ser faraónico: basta con que permita la conversión del miedo al absurdo de un individuo hasta convertirlo en mito, como pasaba en innumerables pueblos que en determinados momentos actuaban como hordas nómadas y como pasa hoy en día aún en numerosos pueblos indígenas cuya visión del mundo contiene elementos básicos religiosos.
El paso de la magia a la religión se da, probablemente, dentro de la esfera del conflicto entre lo inmanente y lo trascendente. Puesto frente a un enfermo, la acción logizadora del mago se dirige tanto al enfermo como a quienes esperan su sanación. Cuando la racionalidad subjetual del mago coincide con la del enfermo ocurre, y no pocas veces, que el enfermo sana. Con todo, sane o muera, hay en ello una restañación de la logicidad por la vía del trasvase de la logicidad del mago con la del mundo. Siempre habrá razones dentro de esa lógica para que el paciente muera, y las razones para que sane evidentemente no hacen falta: son los hechos mismos.
Pero ¿hasta dónde llega el poder del mago? ¿Puede apagar el sol? ¿Puede hacer que no haya ocurrido lo que ya ocurrió? ¿Puede enfrentarse al mal además de hacerlo a los males particulares? La subsunción de la racionalidad de los hechos concretos en racionalidades mayores que las abstraen tiende a la conformación de una gran y poderosa racionalidad para el mundo, que pasa antes por una poderosa racionalidad de los fenómenos comunes: el fuego, el parto, el mar, las selvas, las noches, la guerra, los viajes, el amor... El mago conoce un conjuro que, pronunciado en las condiciones convenientes (la ceremonia actúa como un seguro contra el fracaso: cuando no se obtiene el resultado apetecido algo ha fallado en ella), impedirá que la selva dañe al leñador, pero ¿qué mago puede controlar todas las selvas? ¿Cuál puede saber lo que ocurre en cada una de ellas? ¿Quién conoce y maneja los delicados hilos que tejen los misterios de la selvidad, de la calidad de selva, de donde seguramente proviene el misterio particular de cada selva concreta? En el traslado de la racionalidad del mago -que- conoce hasta un conjunto de objetos cuya vinculación es abstracta pero producto ineludible del modo de abstraer del pensamiento lógico, aparece el dios. La idea de dios es el resultado de un proceso de abstracción similar al del lenguaje y seguramente paralelo al lenguaje. Encontrar al mar seguramente fue, para algunas culturas, un proceso parejo al encuentro de una racionalidad del mar, es decir al encuentro de un orden lógico para sus venturas y sus naufragios. Lo que no significa para nada que la magia sea necesariamente anterior al lenguaje. De hecho, en el corazón de toda religión pervive y actúa un núcleo mágico sin la cual aquélla no se sostendría.Una religión sin magia devendría en teología. Antes de la aparición de la idea de dios -que es, de hecho, una forma de solucionar este conflicto por la vía del traslado del conflicto a una esfera distinta- la magia se enfrenta a la trascendencia.
Es cierto que el conflicto trascendencia/inmanencia es más complejo una vez se tiene la idea de dios, e incluso mucho más intenso si tal dios es único, como el Jehová judaico, pero la aparición de la idea de dios demuestra que tal conflicto adquiere carta de naturaleza en los estadios en los que el pensamiento mágico se ve obligado a solucionar problemas de control del mundo de una sociedad estratificada. La amenaza de absurdo que supone una grave enfermedad, tanto para el que la sufre como para su círculo social, en una sociedad pequeña y supervivencial no va mucho más allá del caso concreto de la enfermedad de Juan o de Pedro.
De hecho, cuando en la sociedad actual un individuo quiere solucionar un problema concreto: un amor amenazado de soledad y no el amor o la soledad como problema ético, una sensación de persecución, una enfermedad, y no ata su soledad, su miedo o su malestar al de una corporación de ideas -cuando está convencido de que es su problema-es probable que acuda al mago y no al templo; sin olvidar, por lo demás, que muchas personas que están seguras de pertenecer a una religión determinada mantienen con todo una actitud mágica incluso si de lo que se trata es de rezar dentro del templo. No obstante, cuando esta corporeidad existe y el malestar de un individuo supone una conjunción de miedos, porque haya tal integración entre ellos que acaben compartiendo respuestas, van apareciendo contornos abstractos del problema que exceden la esfera subjetual de la magia en la medida en que los fenómenos del mundo y el mundo mismo se van abstrayendo. Es por esto que la religión repugna la figura del mago, quien establece una relación directa entre la racionalidad del fenómeno y la suya propia. Para la religión, los fenómenos son asumidos como conceptos abstractos de forma tal que, pongamos por caso, la enfermedad forma parte de la salud y no admite que la inmanente figura del mago pueda tener el poder de modificarla. ¿Cómo es, entonces, que el sacerdote puede ocasionalmente curar cuerpos concretos? La respuesta es inmediata: no es él sino el dios quien los cura. El sacerdote es siempre un vicario, un pontífice, un intercesor. Los dioses, airados, castigan la soberbia de los magos; y el sacerdote se cuida de no serlo.
Los casos de un objeto abstracto al que la magia debe enfrentarse pueden ser patéticos. Tal vez esto ocurrió cuando culturas mágicas debieron enfrentarse a complejas visiones del mundo introducidas por culturas invasoras, como ocurrió entre los celtas, los galos o los taínos. La magia puede controlar el mal en Luisa, pero ya no puede hacerlo igual si de lo que se trata es de controlar el mal como una abstracción. La racionalidad del mago habría de provocar y producir abstracciones tan altas como la racionalidad del objeto lógico que se espera logizar. También el mago advierte que existe una unidad en el mundo a la que, en tanto que concepto abstracto, es difícil controlar porque tal unidad se niega a aceptar una vida propia y personal. El espíritu del árbol es perceptible, pero hace falta una teoría lógica y alambicada para asignarle un espíritu a la vegetalidad. En tales estadios de sociabilidad, de abstractibilidad y de impersonalidad nace la religión como una solución a la necesidad de individualizar y personalizar conjuntos de fenómenos cuya realidad es conceptual y muy abstracta. Una racionalidad de la vegetalidad es ya la idea de physis. Para acceder a esa racionalidad y controlarla de modo que encaje en una volitividad de lo racional se le ha de asignar una particularidad, un modo de ser, una unidad. Esa unidad es el Xochipilli azteca o el Silvano clásico.
Es imposible vivir sin dioses. Hasta para negarlos hay que crearlos. El principio básico de la construcción de dioses convive con el sentido común, con la ciencia y con la magia. La unidad del mundo o la de fenómenos parciales identificables y comunicables sólo por abstracción (es notorio que el ojo puede ver este mar pero no el mar, este enfermo pero no la salud) no admite fácilmente una personalización de su espíritu. ¿Cómo afectar al espíritu de la salud? ¿Qué objeto tan extravagante es ése, desde el punto de vista del mago? Cuando el espíritu de lo abstracto acepta una personalidad (normalmente una voluntad, y una voluntad caprichosa que explique las veleidades de los cambios fenoménicos) ya estamos frente a un dios.
El origen de dios no es, pues, distinto, en lo que toca al pensamiento, al origen de los conceptos. Para no nombrar cada árbol construimos o encontramos la abstracción universal árbol. La fusión de las racionalidades de los fenómenos parciales nos entrega los dioses. El dios es la racionalidad de los conceptos abstractos cuando se convierten en una amenaza para la lógica del mundo. Mientras no se erijan contra el orden lógico de la cotidianidad recurrente del mundo, los conceptos, esas unidades, son asépticas y pertenecen a la ciencia o al sentido común. Hay un dios de la muerte, Coatlícue, un dios del agua, Tláloc, y una lógica que los vincula: el mito o el dogma. Pero, ya lo sabemos, no hay un dios del dolor de cabeza que Juan sintió ayer a las tres de la tarde ni un dios de la cuadrangularidad, o de la pereza, o del televisor.
¿Significa esto que la construcción del concepto de inmortalidad o de muerte supone necesariamente el encuentro de un dios de la muerte? ¿No equivaldría tal tesis a sostener que la magia es incapaz de enfrentarse a la muerte, a la salud, a la guerra, es decir, a todos aquellos conceptos cuyo desmanejo y cuyo desmadre amenace romper la lógica de lo que se repite? No. La magia se enfrenta también a la muerte, como todos sabemos. Pero la racionalidad de la muerte no está para la magia en la idea misma abstracta de la muerte sino en lo que muere. Cuando la racionalidad de la muerte está en la muerte estamos frente a Anubis, frente a Hades o frente a Coatlícue. O, acaso, frente a Dios. El paso del politeísmo al monoteísmo es el mismo paso de la aceptación de la pluralidad del mundo al descubrimiento o construcción de su unidad. Se pasa de muchos dioses a un solo dios por el mismo proceso lógico por el que se pasa de los muchos árboles al unitario árbol, aunque, desde luego, el proceso de descubrimiento o de construcción de Dios sea enormemente más dramático, como se muestra en los casos de Akhenatón o de Abraham.
El mago puede luchar contra la muerte de un hombre, pero lo tiene más difícil contra la muerte misma. La asociación de conceptos abstractos y portadores de absurdo, como el de muerte, a animales o a hombres tiene enormes ventajas lógicas que el mago no está en disponibilidad de ofrecer o de alcanzar. Desde su mortalidad, el mago no puede ofrecer la inmortalidad. Desde la inmanencia sería absurdo ofrecer la trascendencia. Sólo un ser trascendente -el dios- puede hacerlo sin rozar los linderos del absurdo. Las posibilidades de control del dios sobre la racionalidad del mundo son tantas como le son posibles al puro arbitrio de su humana o animal voluntad, o de su capricho; de hecho, muy frecuentemente llega a identificarse la racionalidad del mundo con la del dios. La misión del sacerdote es, pues, halagar y accionar sobre la voluntad de esa racionalidad para que ella, si le apetece, obtenga el bien apetecido y restaure la logicidad amenazada. No es la apariencia de hombre o de animal lo que se asocia al dios sino la capacidad de obrar a conciencia, a voluntad, y, cuando fracasa, a capricho.
Con todo, es claro que la labor del sacerdote es paradójica. De un lado, cuando se trata de un dios único el sacerdote ha de predicar su absoluticidad, su omnipotencia y su ilimitación. De otro, tal absoluticidad no puede ser de una naturaleza tan poderosa que no necesite del halago de los hombres, de sus oraciones y de sus gratitudes. Aparece así un Dios perfecto pero celoso, altísimo pero bueno, absoluto pero mezclado en las miserias de los hombres. Platón detestaba que Homero presentara defectuosos a los dioses, pero unos dioses perfectos ¿qué necesidad pueden tener de los hombres? De una parte, la capacidad abstractiva de nuestra mente se dirige a la elaboración de abstracciones cada vez mayores desde inducciones cada vez más abstractas -tal es el oficio de la mente; no otra cosa es pensar- lo que la lleva a conceptos logizantes cada vez más universales: espíritu, tótem, ídolo, vida, mana, dios, Dios, absoluto, nada. De otra, la vida orgánica no está organizada lingüísticamente y los conceptos en sí de la organicidad son sujetos, de modo que la logización necesaria para vincular a Jehová con la recolección del grano, con el parto, con la cópula o con la muerte tiene menos que ver con el grano o el parto mismos que con una lógica general del concepto más abstracto posible.
Qué lógica es ésta? La conciliación entre una poderosa racionalidad que lo subsuma todo y la necesidad de que esa misma racionalidad se ocupe del parto ocurre en la figura del hombre. El hombre es el referente conocido que comparte ambas cosas: el temor del parto y la capacidad para abstraerse por encima de su propia subjetividad. Hombres aquí inmortales, allá magnánimos, u omniscientes u omnímodos, pero hombres -los dioses-concilian, aunque precariamente, el conflicto entre lo trascendente, lo universal, absoluto y transhumano, y la frágil existencia de todos los días que nos amenaza de absurdo con sus muertes, sus dolores de muelas y sus ruinas. De aquí que la idea de Dios se vincule a la de hombre no sólo en su representación sino en su más elemental construcción.
Sin duda que una racionalidad absoluta no humana puede ser una respuesta del conflicto entre lo trascendente y lo inmanente, pero puede inclinar la balanza del lado de la absoluticidad y exigir sin restricciones la muerte, inclusive la del dios mismo a un absoluto menos abstracto que él. Si el nirvana, por poner un caso, fuera un hombre o se asociara a la idea de un Dios volitivo y caprichoso sería desde luego más dúctil y más útil. La impresión de que ha de haber un absoluto más trascendente aun que el dios se ve en la frase “Dios le pague a Dios” con la que, un poco en broma, se agradece un acontecimiento ventajoso y fortuito.
Concebida la racionalidad del mundo desde las más altas cuotas de abstracción, se intensifica la negación del individuo y la exigencia de una subsunción total de lo inmanente en lo trascendente. Esta tendencia (la mística) no es, de ningún modo, un fenómeno exclusivo de la religión. Aparece también en la magia, en el arte, y, menos visiblemente, en la ciencia y en el sentido común. Puede ser entendida como la inclinación de un individuo particular a subsumirse gozosamente en abstracciones más universales que él mismo, renunciando en ello a su individualidad. No es mística, pues, en rigor, la búsqueda de “una vida mejor” más allá de la muerte, ni el suicidio por deudas o por eludir una enfermedad ni ningún otro caso en que se alcance una universalidad mayor en busca de una individualidad más plena o menos precaria, aunque en la base de tales actitudes haya evidentemente un fundamento místico en el sentido en que estamos usando el término. Sí lo es, en cambio, el trance del shamán, la “inspiración” del artista o la abnegación del hombre de la calle si no aspiran a pervivencia alguna. Un ser que no busque ser de cara a su entorno es un enigma cuya explicitación puede ser una ardua y casi imposible tarea para la filosofía. Lo que de esencial tiene el arte, por ejemplo, sólo se puede explicitar mediante obras de arte. El papel de la mística es esencial dentro de los fenómenos mágicos, religiosos, éticos y estéticos, por eso su correcta ubicación con respecto a aquellos fenómenos que dentro de la magia o del arte no son místicos es inevitable si lo que se pretende es conocer sus orígenes, sus particularidades y sus comportamientos.
¿Cómo es posible la mística, de qué condiciones parte y cuáles son sus límites? De momento es evidente que para la mística hay eventos anteriores pero que estos eventos no actúan como premisas. En tanto que conocimiento, la mística no deviene, por lo que suele confundírsele con la intuición. Pero la intuición no rompe con la conceptualidad que la precede; la mística sí. El amor atiende a razones; la mística no. De hecho, la mayor esquematización posible del panorama del conocimiento es separar los procesos cognoscitivos conceptuales de los que no lo son, con lo que de un lado tendremos la mística y de otro todos los demás.
Esta tendencia mística inherente a la condición humana es aconceptual, a diferencia del dogma, de la ciencia, de la técnica o del sentido común. El dogma, el rito, la ceremonia, la ciencia o el sentido común poseen una clara lógica inductiva; la mística no. La magia, lo hemos dicho, es lógica porque parte de un cierto pasado que le sirve para inducir abstracciones mayores. La doctrina religiosa es lógica. Pero en cambio no lo es el éxtasis, el trance, la inspiración, en suma, el gozo de la subsunción en la abstracción, el gozo de la pérdida de la subjetividad. Actitudes que vistas a solas se presentan como incomprensibles, como el altruismo, el patriotismo, el “amor al arte”, la pasión por la verdad, la abnegación, poseen un componente místico que las justifica.
Estética, ética, magia, religión, filosofía, ciencia y sentido común se mezclan corrientemente de una manera imbricada y compleja. El ejemplo más común y conocido de ello es la misa católica. Los fieles que asisten a la misa creen haber asistido a un acto homogéneo cuando lo que ha ocurrido es que han sido atraídos al templo mediante una cierta arquitectura y que han sido mantenidos en ella mediante determinado sentido teatral/ceremonial del sacerdote y mediante una música dirigida a estimular sus proclividades místicas, esto es, que han sido dirigidos hacia la mística por un camino estético. Ya en dirección hacia una búsqueda mística, el sacerdote, mediante un discurso ético, predica (expone) mediante conceptos un dogma religioso de corte teológico que busca no sólo la unidad mística con la divinidad más absoluta sino, además, la supervivencia social de la Iglesia, lo cual no es para nada reprensible desde el punto de vista del sentido común. Cuando el sacerdote, sosteniendo que actúa como un dios delegado, como un vicario, levanta un cáliz y convierte el vino en sangre y el pan en carne es, sin duda, un mago; magia y religión conviven mixtificadas: la oración, por ejemplo, cuando se torna recurrente, rutinaria y ritual, aunque en apariencia está dirigida a la divinidad, en realidad es un vehículo que permite la acción directa del feligrés sobre una racionalidad sin dioses. ¿Por qué percibe el feligrés como homogéneo un fenómeno tan complejo y heterogéneo? Porque la mística de las diversas facetas que intervienen en ella es una sola. No hay una mística de la religión, otra de la magia, otra del arte. Lo que puede variar es la intensidad con que el hombre común deslea su individualidad y su subjetividad en la racionalidad más universal, que puede ir desde un mero asistir a la ceremonia hasta el acto de inmolarse con el júbilo de la subsunción, al modo de Jesús o de San Francisco. El mago subsume gozosamente su individualidad en la racionalidad del mundo, y eso no tiene necesariamente que ver con “un mundo mejor”, o con la eternidad. Adviértase que algunas sectas religiosas avanzan desde la religión hasta la búsqueda de contactos directos e intensos con “Dios”, esto es, desde la mística de la religión (la gozosa entrega a Dios) hacia la mística de la magia más abstracta (la gozosa entrega a la racionalidad del mundo). Las oraciones “fuertes” pueden prescindir de los sacerdotes y hasta de Dios, que no es sentido como una voluntad caprichosa susceptible de halago sino como una panracionalidad.
"(...) Nos hemos habituado a considerar la magia como “otra lógica” sin reparar en qué reside esa supuesta alteridad. Como la vemos históricamente, en el contexto abstracto de la evolución cultural, nos parece anterior a la ciencia. Ello es un importante error. La visión correcta es concebirla individuo a individuo. “La magia”, “la religión”, “la ciencia”, “la ley de la gravedad”, no existen como sujetos, por sí mismas. Existen “la magia en la que cree Pedro” en la medida en que Pedro es un sujeto, “la religión de Antonia”, “la ciencia de Luis”, “esta hoja que cae”.
Legalidades abstractas como la ley de la gravedad y las caídas poseen, sí, existencia lógica cuando no se dan en un sujeto, pero no ontológica. Y en Pedro o Luis la magia aparece una vez agotada el nivel máximo de ciencia, de tecnología o de sentido común al que puede acceder.
Siempre que quede un lugar para la ciencia, lo utilizamos. No sólo los hombres de las ciudades y los científicos, también los sacerdotes, los bosquimanos y los brujos acuden en primer lugar a la ciencia y al sentido común, esto es, a la lógica de lo controlable desde la inducción empírica, pues no hacerlo sería admitir un mundo absurdo en principio. Es enteramente obvio que si un hechicero de una tribu amazónica quiere alcanzar una fruta no ejercitará una danza mágica alrededor del árbol ni untará su tallo con pócimas mientras pronuncia palabras poderosas sino que la tirará con una vara.
Es un error muy extendido valorar la magia como una pre-ciencia. Cuando Frazer convirtió ese error en verdadera categoría inmóvil sólo estaba amalgamando una errónea visión de la magia que era y es moneda corriente en el pensamiento del hombre común. Se cree que el mago lo es sólo porque aún no alcanza el método científico, pero en cambio no se piensa que el Papa de Roma deje de serlo cuando tenga suficientes conocimientos de biología . El caso de Newton es revelador: cuando murió dejó un baúl repleto de papeles, algunos con apuntes sobre física y matemáticas, otros con observaciones sobre la piedra filosofal, el elixir de la larga vida, la transmutación alquímica de los elementos y la identificación del Papa con el Anticristo. Esto ha sido interpretado como que Newton poseía el bagaje mágico común en su tiempo, un bagaje oscuro que se ilumina en la medida en que cientifiza. En ese sentido suele mostrarse que la alquimia no estaba tan errada si terminó convirtiéndose en la química moderna, como lo demuestra, se dice, el hecho de que la transmutación de los elementos se haya conseguido mediante controles experimentales de laboratorio. Contra esta visión cabe decir que la alquimia no es magia, sino, en rigor, una pre-ciencia o una para-ciencia. Posee del método científico el carácter experimental de la ciencia convencional, aunque no la acumulación de sus resultados en almacenes informáticos al alcance de los siguientes alquimistas. Eso obligaba a una experimentación que tendía continuamente a comenzar desde cero. No toda mala ciencia es magia.
Sólo cuando la inducción empírica, esto es, el nivel de técnica/ciencia/sentido común de un individuo, se ve superada por los obstáculos del mundo aparece la magia, lo que quiere decir que, lejos de ser una pre-ciencia, la magia es en todo rigor una post-ciencia.
Como la ciencia y el sentido común, la magia parte también de la inducción y por lo tanto desde la lógica de lo recurrente. Desde la inducción, la ciencia y la magia proponen legalidades que posteriormente son usadas deductivamente. La diferencia radica en que las legalidades mágicas no son revisadas continuamente para ajustarlas a la marcha de los resultados a causa de que su objetivo principal, la que la hace útil, el reordenamiento lógico del mundo, es de una universalidad más amplia que la legalidad del cambiante mundo fenómenico. El control del mundo físico es en el pensamiento mágico un deseo real que actúa como móvil (un control que, por otra parte, para asombro de la ciencia y del sentido común, puede darse en los hechos) pero a la magia le importa tanto los resultados como los procedimientos, porque su objetivo no es únicamente el control efectivo del mundo físico sino, además, evitar que el mundo sea un cáos sin lógica. La ciencia y el sentido común, lo mismo que la magia, ordenan el mundo para controlarlo, sólo que, en su abstracción, el objetivo final de la magia es la restauración de la logicidad del mundo tras el fracaso de la ciencia y no sólo la consecución de apetencias o el logro de deseos. Una apetencia cualquiera que no amenace la logicidad del mundo, lo mismo que una sorpresa menor, no conduce a la magia, puesto que la restauración de esa logicidad es menos importante que la satisfacción de un deseo. De aquí que la magia no esté vinculada directamente a la obtención de resultados positivos.
La tarea de la magia es logizar el mundo y evitar la sorpresa. Antes que curar el enfermo de un modo positivo, su objetivo es integrar a la lógica del mundo el fenómeno de la enfermedad o el de la muerte. Para evitar las sorpresas, la magia llega a fabricarlas. En todo acto de magia hay siempre un enfermo: la lógica del mundo. Es por ello que la magia no se erige sobre la eficiencia de sus éxitos positivos y parciales. Nadie antes de rezar una oración piensa “de cien ocasiones en que he rezado antes esta misma oración he obtenido resultados efectivos sólo una vez; esta eficacia del 1 por cien la hace desconfiable y debo procurarme otra oración”; si esto hiciera aun estaría en etapas cognoscitivas premágicas, es decir científicas. Para la magia el orden es control porque lo que se salva no es sólo el obstáculo apetecible y concreto sino la logicidad de un mundo que, gracias a la magia, sigue siendo susceptible de ser controlado mediante la lógica. No habría ciencia tal como la conocemos si la magia y la religión no hicieran lógico el mundo allí donde ella, la ciencia, ya no puede controlarlo. Multitud de fenómenos que ahora, por triviales, apenas si reciben de nosotros algún comentario, hubiera sido imposible incorporarlos a la lógica del mundo con la ciencia de hace siglos.
Esto, desde luego, no significa que la función de la magia sea la de salvar a la ciencia sino, como digo, la de salvar la logicidad del mundo: si me dicen los médicos del hospital que he contraído una enfermedad que me llevará a la muerte irremediablemente ¿aceptaré que el mundo es incontrolable? ¿Me sentaré con la mente en blanco a esperar con angustia la muerte? ¿Me diré “si esto dicen la ciencia y el sentido común no queda nada por hacer porque después de ellos nada hay”? Todos sabemos que no, y que para salvar la logicidad del mundo y dar un paso afuera del umbral de la ciencia no es preciso ser un primitivo. Adviértase que no supone esto que ante la muerte la opción mágica sea inevitable: es posible enfrentar la muerte serenamente si no se cree rota la esfera del sentido común, como ocurre con los patriotas. La serenidad religiosa ante la muerte es, paralelamente, producto de mecanismos cuyo origen inmediato es mágico.
Estas “teorías universales” que hemos mencionado al comienzo actúan en la práctica como verdaderas tautologías. Que el mundo existe lo prueba el hecho de que está ahí, es decir el hecho de que existe. El mundo es racional, como se ve por el hecho de que puedo pensarlo. La racionalidad del mundo no es de un todo distinta de la mía, como se desprende del hecho de que puedo controlarlo. Un mundo incontrolable conduciría a la desconfianza en la racionalidad del mundo y por lo tanto en el mundo mismo. Pero eso, como sabemos, no ocurre. Mientras podemos controlar el mundo por este acuerdo de nuestra lógica con la suya estamos dentro del campo del sentido común; cuando no podemos, partimos no de los fenómenos sino de estas tautologías abstractas. Si en los casos concretos una y otra vez ocurrió que mi mente controló a mi favor esos fenómenos, la conclusión lógica es que mi racionalidad puede modificar la racionalidad del mundo visto como conjunto de fenómenos (no como totalidad unitaria). Lo racional mueve lo racional. En el caso del río, en lugar de accionar sobre los fenómenos concretos en los que se manifiesta, esta racionalidad se apunta a la racionalidad misma del río.
Si puedo controlar racionalmente su caudal, su curso, su rapidez, su anchura mediante diques o balsas ¿qué puede haber de absurdo o de sorprendente en el hecho de que intente controlar al río mismo? Lo absurdo sería que le concediera racionalidad a las partes pero que se las negara al todo. Hay una racionalidad del río, una fuerza, una potencia, que lo hace lógico. Hay un espíritu del río. Agotada la ciencia, nada más razonable que establecer lazos con ese espíritu para modificar el río como totalidad.
El hilozoísmo, el fetichismo, el vudú, el chamanismo, son, en general, consecuencia de esta búsqueda de una racionalidad elemental propia de cada ente. El funcionamiento cotidiano del agua se asume por la vía de la experiencia y se maneja mediante el sentido común. El funcionamiento del río más allá de la percepción sensorial, esto es, la vinculación de la idea de totalidad con la de racionalidad conduce a manejos que superan la parcialidad empírica y que son vías no deleznables de conocimiento conceptual en tanto que actúan como procesos de subsunción de la multiplicidad en la unidad por la vía del concepto.
También la magia, como la ciencia o el sentido común, supone procesos conceptuales de abstracción. Esto no significa, desde luego, que sea la magia una modalidad cognoscitiva mera o exclusivamente conceptual; de hecho, las subsunciones místicas de la magia (mediumnismos, trances, taumaturgias) ocupan un lugar importante en su conformación de una totalidad racional, pero nos confundiríamos si viéramos en tales misticismos su única naturaleza. En el caso de las pinturas rupestres del paleolítico, por ejemplo, junto al interés concreto de cazar la pieza elegida hay un trasfondo de ordenamiento conceptual vital: el acto de lanzarles las flechas al bisonte pintado es un acto de dominio de la racionalidad del hombre sobre la del mundo, y por lo tanto un ordenamiento de un mundo que amenazaba caos por la vía de la pérdida de control lógico sobre el invierno. La figura, como pasa en las ceremonias vudú, es la racionalidad ajena sujeta al control de la racionalidad de un sujeto, el hechicero.
Ordenado el mundo, que se haya cazado o no al bisonte elegido es una contingencia susceptible de ser corregida dentro del orden lógico de los fenómenos. Es el método científico lo que abandona la lógica de la ciencia para acceder a la lógica de la magia. Cuando se piensa en la magia como ‘otra lógica’ en lo que se piensa, por lo común, es en aquello que la magia tiene de mística o de estética: los ritos, los éxtasis, la música asociada. En efecto, sólo en relación a la mística o a la estética podemos hablar de la magia como de ‘otra lógica’, pues es en esta esfera -imbricada y frecuentemente indiscernible de la esfera conceptual- donde las subsunciones hacia la abstracción no se efectúan por concepto.
Mística aparte, la lógica de la magia sigue un proceso conceptual y conceptualizable. Desde una racionalidad localizable en concreciones individuales (hilozoísmo, animismo), la magia expande esa racionalidad hasta formar conjuntos de abstracciones cada vez más universales, con lo que tiende a nociones como al mana universal o a la physis. Es evidente la resistencia del pensamiento mágico a la asignación de esta racionalidad a abstractos universales extrasensoriales. No hay una maldad en sí misma sino alguien, un sujeto, un objeto, una particularidad concreta de la que proviene el mal y contra la cual se ha de luchar. Cuando esa universalidad cobra fuerza y el pensamiento mágico hace de la logización del mundo un elemento de cohesión social, ya se empieza a derivar hacia la religión, que, en muchos casos, puede ocurrir como un verdadero retroceso de la magia. La physis supone una objetividad racional tan impersonal y extrahumana que la antropomorfización de esa racionalidad puede haber conducido a la idea de dios.
La separación entre magia y religión es pertinente aunque no esencial. En el pensamiento mágico la racionalidad del fenómeno es manejada desde la racionalidad de un hombre. La religión -que no aparece antes que la magia-, en cambio, restaura la logicidad del mundo desde la racionalidad del dios, y el hombre, el sacerdote, es un intermediario entre esas dos racionalidades. No es él quien mueve la racionalidad del fenómeno y quien logiza el mundo amenazado de absurdo sino una entidad racional a la que se le asigna una dosis de subjetividad que le permita tener su propia voluntad, acceder a las demandas de los hombres y controlar el mundo. Es difícil precisar el momento en que una actitud mágica en una sociedad comienza a ser religiosa. Aunque es cierto que no hay religión sin una magia previa, la magia sigue conviviendo con la religión imbricada en manifestaciones en las que se ha de hacer un esfuerzo para separarlas y escindirlas. En algunos casos, como ocurre cuando el dios religioso repugna del mago que obra sin él, se puede trazar ese límite, por ejemplo -Números 20- el caso de Moisés ante Dios : un mago, Moisés, duda entre su propio poder y el de la divinidad, y un dios, cuya unidad es incipiente y precaria, enfrentado a la multiplicidad, que le pregunta, más o menos, “¿Quién has creído que extrajo milagrosamente el agua de la piedra? ¿Tú o yo?”, y que, airado, le castiga. Entre los hebreos, Abraham es el primer sacerdote, y Moisés, que es posterior, el último mago.
En sus orígenes, la religión está unida a la aparición del Estado. No hay religiones personales, ni de cinco o seis personas como, en cambio, ocurre con la magia. La religión es inherente a la existencia de una sociedad estratificada. ¿Por qué? Porque la sociedad, al solucionar problemas básicos de supervivencia, permite altas dosis de abstracción para los conceptos con los que se conforma la lógica del mundo. La enfermedad de Luis y la de Pedro, que en los clanes tribales de cohesión precaria o circunstancial, sin un Estado poderoso que garantice la transmisión de teorías lógicas que salven la incoherencia del mundo -los mitos-, eran vistas como las enfermedades, en un orden social estable y sólido que admita el mito llegan a ser vistas como la enfermedad, una abstracción inmostrable. Este Estado poderoso no necesariamente ha de ser faraónico: basta con que permita la conversión del miedo al absurdo de un individuo hasta convertirlo en mito, como pasaba en innumerables pueblos que en determinados momentos actuaban como hordas nómadas y como pasa hoy en día aún en numerosos pueblos indígenas cuya visión del mundo contiene elementos básicos religiosos.
El paso de la magia a la religión se da, probablemente, dentro de la esfera del conflicto entre lo inmanente y lo trascendente. Puesto frente a un enfermo, la acción logizadora del mago se dirige tanto al enfermo como a quienes esperan su sanación. Cuando la racionalidad subjetual del mago coincide con la del enfermo ocurre, y no pocas veces, que el enfermo sana. Con todo, sane o muera, hay en ello una restañación de la logicidad por la vía del trasvase de la logicidad del mago con la del mundo. Siempre habrá razones dentro de esa lógica para que el paciente muera, y las razones para que sane evidentemente no hacen falta: son los hechos mismos.
Pero ¿hasta dónde llega el poder del mago? ¿Puede apagar el sol? ¿Puede hacer que no haya ocurrido lo que ya ocurrió? ¿Puede enfrentarse al mal además de hacerlo a los males particulares? La subsunción de la racionalidad de los hechos concretos en racionalidades mayores que las abstraen tiende a la conformación de una gran y poderosa racionalidad para el mundo, que pasa antes por una poderosa racionalidad de los fenómenos comunes: el fuego, el parto, el mar, las selvas, las noches, la guerra, los viajes, el amor... El mago conoce un conjuro que, pronunciado en las condiciones convenientes (la ceremonia actúa como un seguro contra el fracaso: cuando no se obtiene el resultado apetecido algo ha fallado en ella), impedirá que la selva dañe al leñador, pero ¿qué mago puede controlar todas las selvas? ¿Cuál puede saber lo que ocurre en cada una de ellas? ¿Quién conoce y maneja los delicados hilos que tejen los misterios de la selvidad, de la calidad de selva, de donde seguramente proviene el misterio particular de cada selva concreta? En el traslado de la racionalidad del mago -que- conoce hasta un conjunto de objetos cuya vinculación es abstracta pero producto ineludible del modo de abstraer del pensamiento lógico, aparece el dios. La idea de dios es el resultado de un proceso de abstracción similar al del lenguaje y seguramente paralelo al lenguaje. Encontrar al mar seguramente fue, para algunas culturas, un proceso parejo al encuentro de una racionalidad del mar, es decir al encuentro de un orden lógico para sus venturas y sus naufragios. Lo que no significa para nada que la magia sea necesariamente anterior al lenguaje. De hecho, en el corazón de toda religión pervive y actúa un núcleo mágico sin la cual aquélla no se sostendría.Una religión sin magia devendría en teología. Antes de la aparición de la idea de dios -que es, de hecho, una forma de solucionar este conflicto por la vía del traslado del conflicto a una esfera distinta- la magia se enfrenta a la trascendencia.
Es cierto que el conflicto trascendencia/inmanencia es más complejo una vez se tiene la idea de dios, e incluso mucho más intenso si tal dios es único, como el Jehová judaico, pero la aparición de la idea de dios demuestra que tal conflicto adquiere carta de naturaleza en los estadios en los que el pensamiento mágico se ve obligado a solucionar problemas de control del mundo de una sociedad estratificada. La amenaza de absurdo que supone una grave enfermedad, tanto para el que la sufre como para su círculo social, en una sociedad pequeña y supervivencial no va mucho más allá del caso concreto de la enfermedad de Juan o de Pedro.
De hecho, cuando en la sociedad actual un individuo quiere solucionar un problema concreto: un amor amenazado de soledad y no el amor o la soledad como problema ético, una sensación de persecución, una enfermedad, y no ata su soledad, su miedo o su malestar al de una corporación de ideas -cuando está convencido de que es su problema-es probable que acuda al mago y no al templo; sin olvidar, por lo demás, que muchas personas que están seguras de pertenecer a una religión determinada mantienen con todo una actitud mágica incluso si de lo que se trata es de rezar dentro del templo. No obstante, cuando esta corporeidad existe y el malestar de un individuo supone una conjunción de miedos, porque haya tal integración entre ellos que acaben compartiendo respuestas, van apareciendo contornos abstractos del problema que exceden la esfera subjetual de la magia en la medida en que los fenómenos del mundo y el mundo mismo se van abstrayendo. Es por esto que la religión repugna la figura del mago, quien establece una relación directa entre la racionalidad del fenómeno y la suya propia. Para la religión, los fenómenos son asumidos como conceptos abstractos de forma tal que, pongamos por caso, la enfermedad forma parte de la salud y no admite que la inmanente figura del mago pueda tener el poder de modificarla. ¿Cómo es, entonces, que el sacerdote puede ocasionalmente curar cuerpos concretos? La respuesta es inmediata: no es él sino el dios quien los cura. El sacerdote es siempre un vicario, un pontífice, un intercesor. Los dioses, airados, castigan la soberbia de los magos; y el sacerdote se cuida de no serlo.
Los casos de un objeto abstracto al que la magia debe enfrentarse pueden ser patéticos. Tal vez esto ocurrió cuando culturas mágicas debieron enfrentarse a complejas visiones del mundo introducidas por culturas invasoras, como ocurrió entre los celtas, los galos o los taínos. La magia puede controlar el mal en Luisa, pero ya no puede hacerlo igual si de lo que se trata es de controlar el mal como una abstracción. La racionalidad del mago habría de provocar y producir abstracciones tan altas como la racionalidad del objeto lógico que se espera logizar. También el mago advierte que existe una unidad en el mundo a la que, en tanto que concepto abstracto, es difícil controlar porque tal unidad se niega a aceptar una vida propia y personal. El espíritu del árbol es perceptible, pero hace falta una teoría lógica y alambicada para asignarle un espíritu a la vegetalidad. En tales estadios de sociabilidad, de abstractibilidad y de impersonalidad nace la religión como una solución a la necesidad de individualizar y personalizar conjuntos de fenómenos cuya realidad es conceptual y muy abstracta. Una racionalidad de la vegetalidad es ya la idea de physis. Para acceder a esa racionalidad y controlarla de modo que encaje en una volitividad de lo racional se le ha de asignar una particularidad, un modo de ser, una unidad. Esa unidad es el Xochipilli azteca o el Silvano clásico.
Es imposible vivir sin dioses. Hasta para negarlos hay que crearlos. El principio básico de la construcción de dioses convive con el sentido común, con la ciencia y con la magia. La unidad del mundo o la de fenómenos parciales identificables y comunicables sólo por abstracción (es notorio que el ojo puede ver este mar pero no el mar, este enfermo pero no la salud) no admite fácilmente una personalización de su espíritu. ¿Cómo afectar al espíritu de la salud? ¿Qué objeto tan extravagante es ése, desde el punto de vista del mago? Cuando el espíritu de lo abstracto acepta una personalidad (normalmente una voluntad, y una voluntad caprichosa que explique las veleidades de los cambios fenoménicos) ya estamos frente a un dios.
El origen de dios no es, pues, distinto, en lo que toca al pensamiento, al origen de los conceptos. Para no nombrar cada árbol construimos o encontramos la abstracción universal árbol. La fusión de las racionalidades de los fenómenos parciales nos entrega los dioses. El dios es la racionalidad de los conceptos abstractos cuando se convierten en una amenaza para la lógica del mundo. Mientras no se erijan contra el orden lógico de la cotidianidad recurrente del mundo, los conceptos, esas unidades, son asépticas y pertenecen a la ciencia o al sentido común. Hay un dios de la muerte, Coatlícue, un dios del agua, Tláloc, y una lógica que los vincula: el mito o el dogma. Pero, ya lo sabemos, no hay un dios del dolor de cabeza que Juan sintió ayer a las tres de la tarde ni un dios de la cuadrangularidad, o de la pereza, o del televisor.
¿Significa esto que la construcción del concepto de inmortalidad o de muerte supone necesariamente el encuentro de un dios de la muerte? ¿No equivaldría tal tesis a sostener que la magia es incapaz de enfrentarse a la muerte, a la salud, a la guerra, es decir, a todos aquellos conceptos cuyo desmanejo y cuyo desmadre amenace romper la lógica de lo que se repite? No. La magia se enfrenta también a la muerte, como todos sabemos. Pero la racionalidad de la muerte no está para la magia en la idea misma abstracta de la muerte sino en lo que muere. Cuando la racionalidad de la muerte está en la muerte estamos frente a Anubis, frente a Hades o frente a Coatlícue. O, acaso, frente a Dios. El paso del politeísmo al monoteísmo es el mismo paso de la aceptación de la pluralidad del mundo al descubrimiento o construcción de su unidad. Se pasa de muchos dioses a un solo dios por el mismo proceso lógico por el que se pasa de los muchos árboles al unitario árbol, aunque, desde luego, el proceso de descubrimiento o de construcción de Dios sea enormemente más dramático, como se muestra en los casos de Akhenatón o de Abraham.
El mago puede luchar contra la muerte de un hombre, pero lo tiene más difícil contra la muerte misma. La asociación de conceptos abstractos y portadores de absurdo, como el de muerte, a animales o a hombres tiene enormes ventajas lógicas que el mago no está en disponibilidad de ofrecer o de alcanzar. Desde su mortalidad, el mago no puede ofrecer la inmortalidad. Desde la inmanencia sería absurdo ofrecer la trascendencia. Sólo un ser trascendente -el dios- puede hacerlo sin rozar los linderos del absurdo. Las posibilidades de control del dios sobre la racionalidad del mundo son tantas como le son posibles al puro arbitrio de su humana o animal voluntad, o de su capricho; de hecho, muy frecuentemente llega a identificarse la racionalidad del mundo con la del dios. La misión del sacerdote es, pues, halagar y accionar sobre la voluntad de esa racionalidad para que ella, si le apetece, obtenga el bien apetecido y restaure la logicidad amenazada. No es la apariencia de hombre o de animal lo que se asocia al dios sino la capacidad de obrar a conciencia, a voluntad, y, cuando fracasa, a capricho.
Con todo, es claro que la labor del sacerdote es paradójica. De un lado, cuando se trata de un dios único el sacerdote ha de predicar su absoluticidad, su omnipotencia y su ilimitación. De otro, tal absoluticidad no puede ser de una naturaleza tan poderosa que no necesite del halago de los hombres, de sus oraciones y de sus gratitudes. Aparece así un Dios perfecto pero celoso, altísimo pero bueno, absoluto pero mezclado en las miserias de los hombres. Platón detestaba que Homero presentara defectuosos a los dioses, pero unos dioses perfectos ¿qué necesidad pueden tener de los hombres? De una parte, la capacidad abstractiva de nuestra mente se dirige a la elaboración de abstracciones cada vez mayores desde inducciones cada vez más abstractas -tal es el oficio de la mente; no otra cosa es pensar- lo que la lleva a conceptos logizantes cada vez más universales: espíritu, tótem, ídolo, vida, mana, dios, Dios, absoluto, nada. De otra, la vida orgánica no está organizada lingüísticamente y los conceptos en sí de la organicidad son sujetos, de modo que la logización necesaria para vincular a Jehová con la recolección del grano, con el parto, con la cópula o con la muerte tiene menos que ver con el grano o el parto mismos que con una lógica general del concepto más abstracto posible.
Qué lógica es ésta? La conciliación entre una poderosa racionalidad que lo subsuma todo y la necesidad de que esa misma racionalidad se ocupe del parto ocurre en la figura del hombre. El hombre es el referente conocido que comparte ambas cosas: el temor del parto y la capacidad para abstraerse por encima de su propia subjetividad. Hombres aquí inmortales, allá magnánimos, u omniscientes u omnímodos, pero hombres -los dioses-concilian, aunque precariamente, el conflicto entre lo trascendente, lo universal, absoluto y transhumano, y la frágil existencia de todos los días que nos amenaza de absurdo con sus muertes, sus dolores de muelas y sus ruinas. De aquí que la idea de Dios se vincule a la de hombre no sólo en su representación sino en su más elemental construcción.
Sin duda que una racionalidad absoluta no humana puede ser una respuesta del conflicto entre lo trascendente y lo inmanente, pero puede inclinar la balanza del lado de la absoluticidad y exigir sin restricciones la muerte, inclusive la del dios mismo a un absoluto menos abstracto que él. Si el nirvana, por poner un caso, fuera un hombre o se asociara a la idea de un Dios volitivo y caprichoso sería desde luego más dúctil y más útil. La impresión de que ha de haber un absoluto más trascendente aun que el dios se ve en la frase “Dios le pague a Dios” con la que, un poco en broma, se agradece un acontecimiento ventajoso y fortuito.
Concebida la racionalidad del mundo desde las más altas cuotas de abstracción, se intensifica la negación del individuo y la exigencia de una subsunción total de lo inmanente en lo trascendente. Esta tendencia (la mística) no es, de ningún modo, un fenómeno exclusivo de la religión. Aparece también en la magia, en el arte, y, menos visiblemente, en la ciencia y en el sentido común. Puede ser entendida como la inclinación de un individuo particular a subsumirse gozosamente en abstracciones más universales que él mismo, renunciando en ello a su individualidad. No es mística, pues, en rigor, la búsqueda de “una vida mejor” más allá de la muerte, ni el suicidio por deudas o por eludir una enfermedad ni ningún otro caso en que se alcance una universalidad mayor en busca de una individualidad más plena o menos precaria, aunque en la base de tales actitudes haya evidentemente un fundamento místico en el sentido en que estamos usando el término. Sí lo es, en cambio, el trance del shamán, la “inspiración” del artista o la abnegación del hombre de la calle si no aspiran a pervivencia alguna. Un ser que no busque ser de cara a su entorno es un enigma cuya explicitación puede ser una ardua y casi imposible tarea para la filosofía. Lo que de esencial tiene el arte, por ejemplo, sólo se puede explicitar mediante obras de arte. El papel de la mística es esencial dentro de los fenómenos mágicos, religiosos, éticos y estéticos, por eso su correcta ubicación con respecto a aquellos fenómenos que dentro de la magia o del arte no son místicos es inevitable si lo que se pretende es conocer sus orígenes, sus particularidades y sus comportamientos.
¿Cómo es posible la mística, de qué condiciones parte y cuáles son sus límites? De momento es evidente que para la mística hay eventos anteriores pero que estos eventos no actúan como premisas. En tanto que conocimiento, la mística no deviene, por lo que suele confundírsele con la intuición. Pero la intuición no rompe con la conceptualidad que la precede; la mística sí. El amor atiende a razones; la mística no. De hecho, la mayor esquematización posible del panorama del conocimiento es separar los procesos cognoscitivos conceptuales de los que no lo son, con lo que de un lado tendremos la mística y de otro todos los demás.
Esta tendencia mística inherente a la condición humana es aconceptual, a diferencia del dogma, de la ciencia, de la técnica o del sentido común. El dogma, el rito, la ceremonia, la ciencia o el sentido común poseen una clara lógica inductiva; la mística no. La magia, lo hemos dicho, es lógica porque parte de un cierto pasado que le sirve para inducir abstracciones mayores. La doctrina religiosa es lógica. Pero en cambio no lo es el éxtasis, el trance, la inspiración, en suma, el gozo de la subsunción en la abstracción, el gozo de la pérdida de la subjetividad. Actitudes que vistas a solas se presentan como incomprensibles, como el altruismo, el patriotismo, el “amor al arte”, la pasión por la verdad, la abnegación, poseen un componente místico que las justifica.
Estética, ética, magia, religión, filosofía, ciencia y sentido común se mezclan corrientemente de una manera imbricada y compleja. El ejemplo más común y conocido de ello es la misa católica. Los fieles que asisten a la misa creen haber asistido a un acto homogéneo cuando lo que ha ocurrido es que han sido atraídos al templo mediante una cierta arquitectura y que han sido mantenidos en ella mediante determinado sentido teatral/ceremonial del sacerdote y mediante una música dirigida a estimular sus proclividades místicas, esto es, que han sido dirigidos hacia la mística por un camino estético. Ya en dirección hacia una búsqueda mística, el sacerdote, mediante un discurso ético, predica (expone) mediante conceptos un dogma religioso de corte teológico que busca no sólo la unidad mística con la divinidad más absoluta sino, además, la supervivencia social de la Iglesia, lo cual no es para nada reprensible desde el punto de vista del sentido común. Cuando el sacerdote, sosteniendo que actúa como un dios delegado, como un vicario, levanta un cáliz y convierte el vino en sangre y el pan en carne es, sin duda, un mago; magia y religión conviven mixtificadas: la oración, por ejemplo, cuando se torna recurrente, rutinaria y ritual, aunque en apariencia está dirigida a la divinidad, en realidad es un vehículo que permite la acción directa del feligrés sobre una racionalidad sin dioses. ¿Por qué percibe el feligrés como homogéneo un fenómeno tan complejo y heterogéneo? Porque la mística de las diversas facetas que intervienen en ella es una sola. No hay una mística de la religión, otra de la magia, otra del arte. Lo que puede variar es la intensidad con que el hombre común deslea su individualidad y su subjetividad en la racionalidad más universal, que puede ir desde un mero asistir a la ceremonia hasta el acto de inmolarse con el júbilo de la subsunción, al modo de Jesús o de San Francisco. El mago subsume gozosamente su individualidad en la racionalidad del mundo, y eso no tiene necesariamente que ver con “un mundo mejor”, o con la eternidad. Adviértase que algunas sectas religiosas avanzan desde la religión hasta la búsqueda de contactos directos e intensos con “Dios”, esto es, desde la mística de la religión (la gozosa entrega a Dios) hacia la mística de la magia más abstracta (la gozosa entrega a la racionalidad del mundo). Las oraciones “fuertes” pueden prescindir de los sacerdotes y hasta de Dios, que no es sentido como una voluntad caprichosa susceptible de halago sino como una panracionalidad.