El hombre está formado de cuerpo, alma y espíritu. El cuerpo es la parte material. El alma contiene la voluntad, pensamientos, conocimientos y creencias, podríamos definirla como la personalidad propia de cada individuo. Sin embargo, el alma no se reduce a esa parte racional a la que antes nos referíamos, sino que es también el receptáculo en el que mora el espíritu del hombre. ¿Qué es, pues, el espíritu?; lo que el hombre no conoce de si mismo.

A partir del pecado original el espíritu del hombre está sin Dios, vacío de su presencia y sobre él actúan unas fuerzas celestes que lo encierran y lo alejan de Dios. El hombre se cree libre, piensa que actúa según su voluntad y se engaña a si mismo; sin embargo, todos en alguna ocasión hemos hecho algo, guiados por una fuerza irracional, sin saber porqué y sin querer hacerlo. Evidentemente ha habido una voluntad superior a la nuestra que nos ha dominado en ese momento, voluntad que siempre actúa aunque la mayor parte de las veces ignoremos su presencia. Este artículo trata de revelar quién o quiénes son esas fuerzas celestes y cómo el hombre puede llegar a dominarlas y vencerlas, alcanzando la verdadera libertad.

En la Biblia, siempre que se hace referencia a esas fuerzas celestes, se las denomina "principados y potestades". El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define potestad como "dominio, poder, jurisdicción o facultad que se tiene sobre una cosa". Principado es "el título o dignidad de príncipe", pero también se refiere al "territorio o lugar sujeto a la potestad de un príncipe". Por tanto los principados y potestades espirituales son fuerzas que dominan el alma y el espíritu del hombre.

¿Quién los ha creado?, evidentemente el Creador de todo es Dios: "Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él" (Colocenses 1.16)

Cuando Dios crea los ángeles y espíritus celestes, hay una parte de ellos que se revela contra Él: "Y a los ángeles que no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada, los ha guardado bajo oscuridad, en prisiones eternas, para el juicio del gran día" (Judas 6). A partir de ese momento, existe una lucha entre Dios y su ejército fiel, y el Demonio y resto de fuerzas celestes, y esa lucha se desarrolla en ti.

El Señor nos invita a formar parte de su ejército: "Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes" (Efesios 6.12), advirtiéndonos que este mundo está dirigido por las fuerzas contrarias a Él. Por eso, el Señor dijo que "Mi reino no es de este mundo" (Juan 18.36).

Esta lucha sin cuartel se desarrolla, como hemos visto antes, en las regiones celestes. Hay una doble dimensión; por un lado, el mundo visible, por otro, el espiritual. Debemos tener claro que cada acto realizado en este mundo visible, temporal y finito tiene su repercusión en el espiritual, esto es, en las regiones celestes.

Pero ¿cómo puede un hombre, que no conoce su propio espíritu, luchar contra algo que no ve y que es más poderoso que él?. Me viene a la mente un anuncio de televisión que ha aparecido recientemente en una campaña anti-droga; en él se nos muestra a personas que han consumido alguna clase de droga, y tras ellos, otra, a la cual ellos no ven, que ejecuta los efectos de la droga en ellos, por ejemplo: una persona que va conduciendo, que había consumido hachís y la que lo domina (la droga) hace que se relaje, dándole un masaje en los hombros, con el consiguiente peligro de accidente producido por el sueño. Este anuncio nos sirve para aclarar un poco más el papel que ejercen estas potestades y principados sobre nosotros. Pero volvamos a la pregunta anterior: ¿cómo puede una persona vencerlas?

Evidentemente no puede a menos que, primero, alguien le libere de la esclavitud del príncipe de este mundo, Satanás: "Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia" (Efesios 2.1-2). Obviamente el que nos libera de la esclavitud, como sinónimo de muerte espiritual, es Cristo: "Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz" (Colocenses 2.13-15).

¿Por qué Cristo si tiene dominio sobre estas potestades que son más fuertes que cualquier hombre?, porque Dios que está por encima de ellas envió a su hijo para someterlas: "quien habiendo subido al cielo está a la diestra de Dios; y a él están sujetos ángeles, autoridades y potestades" (1ª de Pedro 3.22), "y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad" (Colocenses 2.10)

Una vez liberados de ellas, nuestro espíritu queda limpio y se nos da la opción de elegir si queremos convertirlo en la casa o templo del Espíritu de Dios, o queremos seguir perteneciendo a este mundo. Vamos a analizar qué ocurre en estos dos supuestos.

Comenzamos por el segundo caso: "Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Volveré a mi casa de donde salí; y cuando llega, la halla desocupada, barrida y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero" (Mateo 12.43-45). Esto le ocurre a la persona que escucha la palabra de Dios, siente que su vida era una vida de pecado y muerte, se deja liberar por Cristo, dando sentido al sacrificio que Él hizo por nosotros en la cruz, como hemos visto antes, pero no quiere someterse a Su Voluntad, no forma parte de Su Ejército y rechaza la libertad en Cristo que Dios le ofrece, quedando desprotegida, ya que hemos visto antes que un hombre no puede luchar por sí solo contra potestades espirituales superiores a él. O se está con Cristo o sin Él, no existe término medio.

Por el contrario, en el primer caso, se cumple en su totalidad la promesa de Cristo de ofrecernos nuestra liberación, pagada a un grandísimo precio, por la cual, si hacemos presente en nuestras vidas su Evangelio, no triunfará en nosotros el maligno, formando desde ese preciso momento parte de su pueblo santo.

Pero ¿dónde quedan estas potestades?, ¿desaparecen de nuestro entorno?.

El Señor nos dice que no; al contar con la protección de Cristo éstas no nos pueden hacer nada, pero están ahí, esperando a que nosotros caigamos en tentación, pues en el momento que Cristo entra en nuestras vidas se produce una revolución interior, nuestra alma o casa preparada para recoger al espíritu, recibe al inquilino tan deseado y debe ser amueblada con los enseres de Dios. Pero como vimos, el alma tiene una ventana a nuestra parte racional, la cual sigue viva y es la que debemos dominar. Hasta el mismo Pablo nos habla de ella: "Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera" (2ª de Corintios 12.7). Nuestra razón, que está en constante comunicación con nuestra alma, este aguijón de la carne, debe ser objeto de nuestra circuncisión personal; dejar que el nuevo hombre espiritual que acaba de nacer, vaya creciendo sin ser ahogado por nuestro yo racional, siendo este último objeto de continua negación, para que el bebé en Cristo vaya creciendo y, por consiguiente, menguando el racional: "la circuncisión es la del corazón" (Romanos 2.29)

No quiere decir esto que no contemos con las armas necesarias para vencer la tentación, pues tenemos un gran aliado, Cristo, que nos ayudará a librarnos de ella. Pero no por eso debemos de despreciar a las Potestades del Mal, todo lo contrario, puesto que tienen el permiso de Dios para permanecer en este mundo hasta que llegue el día del Juicio y, por lo tanto, debemos tener en cuenta que son más poderosas que nosotros y debemos tenerles un respeto especial, el mismo que hasta los ángeles les tienen: "sabe el Señor librar de tentación a los piadosos, y reservar a los injustos para ser castigados en el día del juicio; y mayormente a aquellos que, siguiendo la carne, andan en concupiscencia e inmundicia, y desprecian el señorío. Atrevidos y contumaces, no temen decir mal de las potestades superiores, mientras que los ángeles, que son mayores en fuerza y en potencia, no pronuncian juicio de maldición contra ellas delante del Señor" (2ª de Pedro 2.9-11). Y así el Señor nos indica la manera de actuar: "No obstante, de la misma manera también estos soñadores mancillan la carne, rechazan la autoridad y blasfeman de las potestades superiores. Pero cuando el arcángel Miguel contendía con el diablo, disputando con él por el cuerpo de Moisés, no se atrevió a proferir juicio de maldición contra él, sino que dijo: El Señor te reprenda" (Judas 8-9).

Ahora pues, que hemos explicado el verdadero poder, un poder oculto e invisible, que tienen estas potestades, Nuestro Señor nos ofrece una fuerza inmensa para luchar contra ellas: Su Palabra: "Entonces llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia" (Mateo 10.1). Nuestra lucha, como ejército de Dios, es una lucha sin cuartel contra ellas, pero en combate cuerpo a cuerpo, es decir, contra personas, no contra instituciones, para que en ellas, lo mismo que anteriormente ocurrió en nosotros, se haga presente la obra de Cristo: "A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo, y de aclarar a todos cuál sea la dispensación del misterio escondido desde los siglos en Dios, que creó todas las cosas; para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales, conforme al propósito eterno que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor, en quien tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él" (Efesios 3.8-12).

Debemos, pues, seguir el ejemplo de Nuestro Señor, ya que estas potestades reconocen que en nosotros habita Cristo: "Y clamando a gran voz, dijo: ¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes. Porque le decía: Sal de este hombre, espíritu inmundo. Y le preguntó: ¿Cómo te llamas? Y respondió diciendo: Legión me llamo; porque somos muchos. Y le rogaba mucho que no los enviase fuera de aquella región" (Marcos 5.7-10), y por tanto debemos ir preparados para una fuerte lucha, más importante de lo que pensamos y así Cristo nos envía a la batalla: "Después llamó a los doce, y comenzó a enviarlos de dos en dos; y les dio autoridad sobre los espíritus inmundos" (Marcos 6.7). ¿Por qué de dos en dos?, la respuesta es sencilla; cuando Cristo nos manda a hablar de Él a una persona, puede enviar a dos de sus guerreros: uno para luchar contra el hombre racional, para que esa Palabra llegue al corazón y el otro para luchar contra sus potestades, para que con el arma de la oración y represión, debilitemos la cobertura espiritual de las potestades malignas sobre esta persona y pueda llegar la Palabra a su espíritu.
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