Mi abuelo tenía un sombrero de aquellos que llamaban “pelo e’ guama” pero el que él usaba tenía más “guama” que pelo: estaba sucio, viejo y raído. Pero aún así se lo lucía con mucho orgullo, sobre todo cuando salía para el centro de la ciudad. Mi tío, el hermano de mi abuelo, sí tenía un sombrero de verdad, ¡nuevecito! Recuerdo que comparaba a los dos y el sombrero de mi abuelo se veía más desgastado, roto y sucio. Con frecuencia me preguntaba: “¿Por qué mi tío tiene un sombrero nuevo y mi abuelo no?”.
Esta pregunta no se la hacía a nadie, era para mi solo.
Un día hice el gran juramento de mi vida, aunque más que un juramento era un deseo vehemente porque los niños no juran en serio sino que desean y sueñan con mucha ilusión, si… era más bien un sueño. Pues los niños tienen pensamientos bellos, ninguno se dice: “cuando yo sea un alcohólico”, “cuando yo sea un drogadicto”. “cuando yo me divorcie”, “cuando yo me quite la vida”, “cuando yo sea un arrastrado”…todos los bellos sueños de los niños comienzan así: “cuando yo sea grande…”, si, si… así comienzan: “cuando yo sea grande…”, “cuando yo sea alguien”, “cuando yo me gradúe”, “cuando yo crezca”. Y éste era mi sueño: “cuando yo sea grande, trabaje y cobre mi primer sueldo, lo primerito que voy a hacer es comprar un sombrero “pelo e’ guama” ¡nuevecito! A mi abuelo, ¡igual que el de mi tío!”.
Así sentía, así pensaba, así deseaba… y así soñaba, éste era mi gran idea de niño. Yo no sé bien qué edad tenía entonces, calculo que andaría entre los cinco y seis años. Este deseo lo conservé durante mi niñez y toda mi juventud, ¡y todavía lo recuerdo!
Ignoraba qué iba a ser de mí y en qué trabajaría, por un tiempo quise ser bombero porque le llevaba todos los días el almuerzo a un señor que trabajaba en el cuerpo de bomberos y por esto me pagaba, luego se me metió en la cabeza la idea de estudiar para ser abogado con pistola porque una de mis tías tenía un “enamorao” de esa profesión y siempre andaba armado, me encantaba ver la “cacha” de la pistola cuando sobresalía del bolsillo del pantalón. Y el resultado fue: no llegué a ser bombero ni abogado, hoy soy cura sin pistolas.
Cuando tenía unos ocho o diez años me sucedió algo muy singular, me mandaron a hacer un encargo a las afueras de mi pueblo a un barrio que se llama “bobare”. Tenía que recorrer unos tres kilómetros en mi bicicleta por un tramo que corresponde a la carretera “Falcón -Zulia”.
Coro, mi tierra natal, es una región donde hace mucha brisa, es tierra de vendavales y de ahí es su nombre, viene del vocablo de los caquetíos “curiana” que quiere decir “lugar donde se reúnen los vientos”. Por eso en coro los cujíes crecen pandeados hacia el oeste, y es fácil que el aire te quite cualquier cosa que pueda ser transportada por él. Cuando pasaba por la vía, cuál sería mi agradable sorpresa al encontrarme un sombrero “pelo e’guama” nuevecito al borde del camino. Recuerdo que era de color azul claro, tenía una cinta negra alrededor y terminaba en un lazo, y estaba tan nuevo que ni siquiera tenía el sudor marcado en la parte del adentro como cuando se usa mucho. Lo tomé en mis manos y pensé con alegría en lo que me había ahorrado, por lo menos unos doce o quince años, pues todo ese tiempo hubiera tenido que haber pasado antes de que pudiera cumplir mi gran sueño de regalarle un sombrero nuevo a mi abuelo.
Como iba en sentido contrario a mi casa no sabía qué hacer con el sombrero, si me lo ponía, aparte de que se me podía caer, mis compañeritos se burlarían de mí por usar un sombrero de hombre viejo; si lo llevaba en la mano, maniobraría mal la bicicleta; y si me sentaba sobre él, se despachurraría. ¿Qué hice?, decidí entonces dejarlo allí y recogerlo a la vuelta para regalárselo a mi abuelo.
Ese sombrero era mío porque yo lo había conseguido, a mi me enseñaron desde niño que lo que se encuentra en la calle es de uno, ¡menos las mujeres casadas!, y cuando ingresé al seminario me advirtieron que las solteras tampoco. Le coloqué cuatro piedritas al sombrero para que el viento no lo siguiera arrastrando. ¡Cosas de niños! Cuando regresé en busca del sombrero, ¡ah, carás!, ya no estaba. Se ve que su dueño original se devolvió a recogerlo, u otro que pasó por allí lo vio y se lo llevó, ¡eso sí!, me dejaron las cuatro piedritas.
Recuerdo que lo busqué desesperadamente por los matorrales de cujíes, pero… nada. Seguí mi camino contento por haber visto el futuro sombrero de mi abuelo, iba lleno de entusiasmo y de alegría porque cuando uno es niño no le afectan los fracasos de la vida. Los niños no cuentan pérdidas sino ganancias, esto lo supe después. Los adultos aprendemos a contar sólo pérdidas, fracasos y errores. Lloramos inconsolablemente la muerte de una madre, pero no nos alegramos por el tiempo que ella estuvo a nuestro lado. Yo me quedé entonces con lo positivo: había visto y tocado el sombrero de mis sueños, lo demás no me importaba.
Todo esto lo recuerdo como si fuera hoy. Cuando llegué a casa me sentía muy feliz, en ese momento el abuelo estaba afilando una navaja con un pedazo de suela, pues él era zapatero remendón.
—¡Papá!— le dije entusiasmado, aunque era mi abuelo yo le llamaba “Papá”, me encontré un sombrero “pelo e’guama” ¡nuevecito! En la “Falcón –Zulia”, ¡igual que el de mi tío! El abuelo lo buscó ávidamente con la mirada. —¡Pero, ¿Dónde está?! —me dijo. Yo le expliqué tranquilamente y con lujo de detalles todo lo que había sucedido, que lo había tomado en mis manos, que le puse cuatro piedritas… ¡y que cuando regresé… ya no estaba! Él me miró serio y me regañó muy duro, esto me sorprendió, me dolió y me dio rabia; me enfadé mucho. Porque los niños tienen rabia pero no odian, después supe que los adultos odiamos sin ella. La rabia no hace daño, lo que realmente hunde es el odio. Desde mi malestar me dije: “si hubiera sabido que me iba a regañar no hubiera pensado en traerle ningún sombrero, si me llego a encontrar con otro no se lo traigo sino que lo pateo”. El abuelo durante el regaño me dijo muchas cosas que ya no recuerdo, pero algo me quedó:
—¡”Muchacho’el carajo”! —Me gritó —, ¡¿cuándo vas a aprender que las cosas se hacen en el momento o no se hacen nunca?!
—esto me dolió, mas nunca se me olvidó.
El tiempo pasó y todo fue quedando atrás para no volver más. A mis dieciocho años decidí ser sacerdote, realicé todos los estudios académicos fuera de mi país. Después de varios años regresé a mi pueblo natal para la ordenación sacerdotal. Me regalaron muchas cosas, ¡ah!... me dieron también mucho dinero en efectivo y en cheques. “¡Qué molleja!”, decía yo emocionado; pues nunca había tenido tantos “reales” en mis manos como hasta ese momento. Entonces, viendo la cantidad que me habían dado, recordé la promesa que me hice cuando era niño, me acordé de mi gran sueño: “cuando yo sea grande, trabaje y cobre mi primer sueldo, lo primerito que voy a hacer es comprar un sombrero “pelo e’guama” ¡nuevecito! A mi abuelo, ¡igual que el de mi tío!”, así soñaba cuando era niño.
También tenía presente lo que dijo un psicólogo famoso: “ser feliz en la adultez es ver realizados los sueños de cuando uno era un niño” y yo tenía dinero por primera vez en mi vida para realizar mis bellos sueños. Es verdad, ése no era mi primer sueldo, pero era mío, me lo habían regalado.
Me dieron tanta “plata” como para comprar no un sombrero, sino una docena si yo hubiera querido. ¡Ey!, pero era tarde, el abuelo ya había muerto. Podía comprar sombreros pero ya no tenía abuelo. Me encontré entonces con mucho dinero y con esto se conseguía sombreros, pero no podía comprar el de mi ilusión; el sombrero de mis sueños era aquél… y lo perdí.
Si, era aquél que me encontré en la carretera “Falcón-Zulia” siendo apenas un niño de diez años, lo tuve en mis manos… y lo dejé ir. Era ése, no otro, porque los sueños no se compran… se viven y se sueñan.
Por esos días visité las tumbas de mis seres queridos, quería rezar por ellos y con ellos. Pero cuando llegué donde estaba enterrado el abuelo no me nació ninguna oración, no pude rezar. Mejor dicho, la única plegaria que me salió fue ésta: “Viejo, nunca te di el sombrero, pero lo triste no es que no té lo di, lo lamentable es que te lo pude haber dado y no lo hice, lo tuve en mis manos y lo dejé ir. Te fuiste con tu “pelo e’guama” viejo, roto y sucio; ¿por qué?”. De todos modos compré el sombrero, por ahí lo tengo en mi cuarto. Pero… ya no tengo abuelo.
¿Cuántos sombreros has perdido en la vida?
Aquélla era la relación y la descuidaste,
El momento adecuado lo dejaste ir.
La oportunidad de tu vida, la perdiste.
¿Te acuerdas de aquello?... aquello era.
¿Vas a seguir perdiendo sombreros en tu vida? ¡Agárralos!... ¡Y no los sueltes!
—¿Para qué quiero un sombrero? —Pa’ que te lo pongas… porque en la vida a veces hace mucho sol y sin sombrero quema mucho.
Si ves a tú alrededor te darás cuenta de que hay muchas cosas bellas que todavía están contigo, tienes muchos “sombreros” que la vida te dio para que los ames, tienes tus seres queridos contigo: tus padres, tú pareja, tus hijos y tus amigos. Porque la vida es un sombrero compartido. Fuente:Ricardo Bulmez
Esta pregunta no se la hacía a nadie, era para mi solo.
Un día hice el gran juramento de mi vida, aunque más que un juramento era un deseo vehemente porque los niños no juran en serio sino que desean y sueñan con mucha ilusión, si… era más bien un sueño. Pues los niños tienen pensamientos bellos, ninguno se dice: “cuando yo sea un alcohólico”, “cuando yo sea un drogadicto”. “cuando yo me divorcie”, “cuando yo me quite la vida”, “cuando yo sea un arrastrado”…todos los bellos sueños de los niños comienzan así: “cuando yo sea grande…”, si, si… así comienzan: “cuando yo sea grande…”, “cuando yo sea alguien”, “cuando yo me gradúe”, “cuando yo crezca”. Y éste era mi sueño: “cuando yo sea grande, trabaje y cobre mi primer sueldo, lo primerito que voy a hacer es comprar un sombrero “pelo e’ guama” ¡nuevecito! A mi abuelo, ¡igual que el de mi tío!”.
Así sentía, así pensaba, así deseaba… y así soñaba, éste era mi gran idea de niño. Yo no sé bien qué edad tenía entonces, calculo que andaría entre los cinco y seis años. Este deseo lo conservé durante mi niñez y toda mi juventud, ¡y todavía lo recuerdo!
Ignoraba qué iba a ser de mí y en qué trabajaría, por un tiempo quise ser bombero porque le llevaba todos los días el almuerzo a un señor que trabajaba en el cuerpo de bomberos y por esto me pagaba, luego se me metió en la cabeza la idea de estudiar para ser abogado con pistola porque una de mis tías tenía un “enamorao” de esa profesión y siempre andaba armado, me encantaba ver la “cacha” de la pistola cuando sobresalía del bolsillo del pantalón. Y el resultado fue: no llegué a ser bombero ni abogado, hoy soy cura sin pistolas.
Cuando tenía unos ocho o diez años me sucedió algo muy singular, me mandaron a hacer un encargo a las afueras de mi pueblo a un barrio que se llama “bobare”. Tenía que recorrer unos tres kilómetros en mi bicicleta por un tramo que corresponde a la carretera “Falcón -Zulia”.
Coro, mi tierra natal, es una región donde hace mucha brisa, es tierra de vendavales y de ahí es su nombre, viene del vocablo de los caquetíos “curiana” que quiere decir “lugar donde se reúnen los vientos”. Por eso en coro los cujíes crecen pandeados hacia el oeste, y es fácil que el aire te quite cualquier cosa que pueda ser transportada por él. Cuando pasaba por la vía, cuál sería mi agradable sorpresa al encontrarme un sombrero “pelo e’guama” nuevecito al borde del camino. Recuerdo que era de color azul claro, tenía una cinta negra alrededor y terminaba en un lazo, y estaba tan nuevo que ni siquiera tenía el sudor marcado en la parte del adentro como cuando se usa mucho. Lo tomé en mis manos y pensé con alegría en lo que me había ahorrado, por lo menos unos doce o quince años, pues todo ese tiempo hubiera tenido que haber pasado antes de que pudiera cumplir mi gran sueño de regalarle un sombrero nuevo a mi abuelo.
Como iba en sentido contrario a mi casa no sabía qué hacer con el sombrero, si me lo ponía, aparte de que se me podía caer, mis compañeritos se burlarían de mí por usar un sombrero de hombre viejo; si lo llevaba en la mano, maniobraría mal la bicicleta; y si me sentaba sobre él, se despachurraría. ¿Qué hice?, decidí entonces dejarlo allí y recogerlo a la vuelta para regalárselo a mi abuelo.
Ese sombrero era mío porque yo lo había conseguido, a mi me enseñaron desde niño que lo que se encuentra en la calle es de uno, ¡menos las mujeres casadas!, y cuando ingresé al seminario me advirtieron que las solteras tampoco. Le coloqué cuatro piedritas al sombrero para que el viento no lo siguiera arrastrando. ¡Cosas de niños! Cuando regresé en busca del sombrero, ¡ah, carás!, ya no estaba. Se ve que su dueño original se devolvió a recogerlo, u otro que pasó por allí lo vio y se lo llevó, ¡eso sí!, me dejaron las cuatro piedritas.
Recuerdo que lo busqué desesperadamente por los matorrales de cujíes, pero… nada. Seguí mi camino contento por haber visto el futuro sombrero de mi abuelo, iba lleno de entusiasmo y de alegría porque cuando uno es niño no le afectan los fracasos de la vida. Los niños no cuentan pérdidas sino ganancias, esto lo supe después. Los adultos aprendemos a contar sólo pérdidas, fracasos y errores. Lloramos inconsolablemente la muerte de una madre, pero no nos alegramos por el tiempo que ella estuvo a nuestro lado. Yo me quedé entonces con lo positivo: había visto y tocado el sombrero de mis sueños, lo demás no me importaba.
Todo esto lo recuerdo como si fuera hoy. Cuando llegué a casa me sentía muy feliz, en ese momento el abuelo estaba afilando una navaja con un pedazo de suela, pues él era zapatero remendón.
—¡Papá!— le dije entusiasmado, aunque era mi abuelo yo le llamaba “Papá”, me encontré un sombrero “pelo e’guama” ¡nuevecito! En la “Falcón –Zulia”, ¡igual que el de mi tío! El abuelo lo buscó ávidamente con la mirada. —¡Pero, ¿Dónde está?! —me dijo. Yo le expliqué tranquilamente y con lujo de detalles todo lo que había sucedido, que lo había tomado en mis manos, que le puse cuatro piedritas… ¡y que cuando regresé… ya no estaba! Él me miró serio y me regañó muy duro, esto me sorprendió, me dolió y me dio rabia; me enfadé mucho. Porque los niños tienen rabia pero no odian, después supe que los adultos odiamos sin ella. La rabia no hace daño, lo que realmente hunde es el odio. Desde mi malestar me dije: “si hubiera sabido que me iba a regañar no hubiera pensado en traerle ningún sombrero, si me llego a encontrar con otro no se lo traigo sino que lo pateo”. El abuelo durante el regaño me dijo muchas cosas que ya no recuerdo, pero algo me quedó:
—¡”Muchacho’el carajo”! —Me gritó —, ¡¿cuándo vas a aprender que las cosas se hacen en el momento o no se hacen nunca?!
—esto me dolió, mas nunca se me olvidó.
El tiempo pasó y todo fue quedando atrás para no volver más. A mis dieciocho años decidí ser sacerdote, realicé todos los estudios académicos fuera de mi país. Después de varios años regresé a mi pueblo natal para la ordenación sacerdotal. Me regalaron muchas cosas, ¡ah!... me dieron también mucho dinero en efectivo y en cheques. “¡Qué molleja!”, decía yo emocionado; pues nunca había tenido tantos “reales” en mis manos como hasta ese momento. Entonces, viendo la cantidad que me habían dado, recordé la promesa que me hice cuando era niño, me acordé de mi gran sueño: “cuando yo sea grande, trabaje y cobre mi primer sueldo, lo primerito que voy a hacer es comprar un sombrero “pelo e’guama” ¡nuevecito! A mi abuelo, ¡igual que el de mi tío!”, así soñaba cuando era niño.
También tenía presente lo que dijo un psicólogo famoso: “ser feliz en la adultez es ver realizados los sueños de cuando uno era un niño” y yo tenía dinero por primera vez en mi vida para realizar mis bellos sueños. Es verdad, ése no era mi primer sueldo, pero era mío, me lo habían regalado.
Me dieron tanta “plata” como para comprar no un sombrero, sino una docena si yo hubiera querido. ¡Ey!, pero era tarde, el abuelo ya había muerto. Podía comprar sombreros pero ya no tenía abuelo. Me encontré entonces con mucho dinero y con esto se conseguía sombreros, pero no podía comprar el de mi ilusión; el sombrero de mis sueños era aquél… y lo perdí.
Si, era aquél que me encontré en la carretera “Falcón-Zulia” siendo apenas un niño de diez años, lo tuve en mis manos… y lo dejé ir. Era ése, no otro, porque los sueños no se compran… se viven y se sueñan.
Por esos días visité las tumbas de mis seres queridos, quería rezar por ellos y con ellos. Pero cuando llegué donde estaba enterrado el abuelo no me nació ninguna oración, no pude rezar. Mejor dicho, la única plegaria que me salió fue ésta: “Viejo, nunca te di el sombrero, pero lo triste no es que no té lo di, lo lamentable es que te lo pude haber dado y no lo hice, lo tuve en mis manos y lo dejé ir. Te fuiste con tu “pelo e’guama” viejo, roto y sucio; ¿por qué?”. De todos modos compré el sombrero, por ahí lo tengo en mi cuarto. Pero… ya no tengo abuelo.
¿Cuántos sombreros has perdido en la vida?
Aquélla era la relación y la descuidaste,
El momento adecuado lo dejaste ir.
La oportunidad de tu vida, la perdiste.
¿Te acuerdas de aquello?... aquello era.
¿Vas a seguir perdiendo sombreros en tu vida? ¡Agárralos!... ¡Y no los sueltes!
—¿Para qué quiero un sombrero? —Pa’ que te lo pongas… porque en la vida a veces hace mucho sol y sin sombrero quema mucho.
Si ves a tú alrededor te darás cuenta de que hay muchas cosas bellas que todavía están contigo, tienes muchos “sombreros” que la vida te dio para que los ames, tienes tus seres queridos contigo: tus padres, tú pareja, tus hijos y tus amigos. Porque la vida es un sombrero compartido. Fuente:Ricardo Bulmez
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"La enfermedad es el resultado no sólo de nuestros actos, sino también de nuestros pensamientos"
Mahatma Gandhi
"La violencia es el miedo....a los ideales de los demás"...