Página psicografiada por el médium Francisco Cândido Xavier, dictada por el Espíritu Emmanuel.
Extraída del libro «Religión de los Espíritus»


Siempre habrá de resultarnos fácil distinguir la presencia de los mensajeros divinos a nuestro lado, porque nos sugerirán la ruta del bien.

Aunque sean portadores del esplendor solar de la Vida Celestial, saben adaptarse a nuestro simple nivel en las luchas evolutivas, para mostrarnos el camino hacia la Esfera Superior. Pero aunque se enaltezcan hasta cúspides sublimes en la ciencia del Universo, ocultan su grandeza para guiarnos al adecuado aprovechamiento de las posibilidades que tenemos en nuestras manos.

Sin una mínima agresión, hacen luz para nuestras almas a fin de que veamos las llagas de nuestras deficiencias, de modo que las curemos en la lucha del esfuerzo propio.

Nunca se vanaglorian de la verdad porque nos abrumarían en nuestra condición de espíritus deudores; sólo la utilizan como un remedio dosificado para enfermos, para que ascendamos al nivel de la redención; tampoco se valen de la virtud que conquistaron para condenar nuestros defectos; sólo la emplean junto con paciencia inconmensurable para nuestro propio bien, de modo que la tolerancia no nos falte con su amparo en relación con aquellos que padecen dificultades de comprensión mayores que las nuestras.

Si nos encuentran abatidos o lastimados, jamás nos aconsejan desistir o lamentarnos, sino que nos ayudan a que olvidemos la crueldad y la violencia, con suficiente fuerza para que no caigamos en la posición del que nos insulta o injuria, y si nos encontraran calumniados o perseguidos no nos inducen a la rebeldía o el desánimo, sino que reparan nuestras energías desorganizadas y nos sostienen en la humildad y el servicio con los que podamos restablecer el equilibrio del pensamiento de aquél que nos ataca o difama.

Se yerguen en nuestro camino como un invisible apoyo para nuestros desalientos humanos e iluminan nuestra fe cuando atravesamos los dolores a los que nos hicimos acreedores.

Son rosas en el espinar de nuestras imperfecciones, que perfuman nuestra agresividad con el bálsamo de la indulgencia; estrellas refulgentes en la noche de nuestras faltas, con destellos que nos infunden confianza en el esplendor de una nueva alborada, para que no revolquemos nuestro corazón en el espeso lodo del crimen.

Sobre todo, en relación con las ofensas, levantan nuestra frente para que contemplemos al Justo de los justos que expiró en el madero, porque resistió al mal en actitud de suprema renuncia, con amor resplandeciente y con la bendición del perdón.

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Yo vengo de todas partes,
Y hacia todas partes voy:
Arte soy entre las artes,
En los montes, monte soy.

Yo sé los nombres extraños
De las yerbas y las flores,
Y de mortales engaños,
Y de sublimes dolores.

(José Martí, 1891, Cuba)