El perseguidor
La víctima de la obsesión es siempre un alma envidiada delante de la ley. De alguna forma grave, en el pasado más reciente, o más remoto, no respetó la ley universal de la fraternidad, viniendo a coger, como consecuencia inexorable, el sufrimiento.
La falta cometida contra el semejante expone a su autor a los azares del rescate, a no ser que la víctima lo haya perdonado inmediatamente. Muchas veces, la venganza como que se despersonaliza, pasando a ser ejercida no por aquél que fue perjudicado, mas por alguien en su nombre, aunque no sea autorizado por él. No importa que el perseguido, u obsesado, esté en el cuerpo carnal o en el mundo espiritual. No importa que se acuerde o no de la ofensa. No importa que la falta haya sido cometida en esta vida o en remotas existencias. El vengador implacable acaba descubriendo a su antiguo verdugo, aunque este se oculte bajo los más bien elaborados disfraces, ligándose a él por largo tiempo, vida tras vida, aquí y en el Espacio, alucinado por el odio, que no conoce límites ni barreras.
En “Dramas de la Obsesión”, narra el Dr. Bezerra de Menezes, por la mediumnidad de Yvonne A. Pereira, un caso de esos:
“Aterrorizado ante las puniciones atroces movidas por los Espíritus de sus antiguos amos de Lisboa, el Espíritu Juan José prefirió ocultarse en una encarnación de formas femeninas, esperanzado de que, así disfrazado, no pudiese ser reconocido. Se engañó, con todo, visto que su propia organización psíquica lo traicionó, modelando trazos fisionómicos y anormalidades físicas idénticas a las que arrastrara en la época citada.”
Una vez identificado el antiguo deudor, bajo formas femeninas, se desencadenó sobre él toda la tormenta de la obsesión.
Hemos tenido, en nuestra experiencia directa, casos semejantes.
Uno fue particularmente doloroso y aflictivo, porque los compromisos del obsesado eran muy graves y sus deudas cármicas acusaban reincidencias lamentables, que lo dislocaban de la posición de ex-verdugo para de juguete impotente de implacables vengadores. Comenzamos a cuidar de él, en la esperanza de aminorarle los dolores, cuándo aún estaba encarnado. Por algún tiempo, conseguimos aliviar la presión que se ejercía, día y noche, sobre él y su familia. En nuestro grupo, asistimos a un trágico e incesante desfile de compañeros desarmonizados que examinaban en torno del él, cada cuál más rebelde y odioso. Sus compromisos eran tantos y tan serios, que no conseguimos librarlo de sus dolores, no obstante, habremos alcanzado, con la gracia de Dios, apaciguar muchos de sus temibles verdugos y atraerlos para las tareas de recuperación.
Como su caso tenía implicaciones profundas con nuestro plano general de trabajo, según nos explican nuestros mentores, tratamos con él por mucho tiempo aún, haciendo en este libro varias referencias esparcidas sobre él, con los cuidados necesarios para no identificarlo.
Lo seguían en sus quehaceres diarios y lo atormentaban durante el desprendimiento del sueño, le atravesaban “agujas” de todos los tamaños, le imponían largos períodos de alienación, le intuían constantemente la idea del suicidio, le tomaban el cuerpo, innumerables veces, para las más dislocadas actitudes, para fugas, encaminadas, crisis de mutismo; se mostraban delante de su visión espiritual, bajo formas monstruosas; neutralizaban el efecto del intensivo tratamiento médico y espiritual; lo indisponen con la familia y le descontrolaban el pensamiento, desordenándole las ideas.
Por lo que nos fue indicado, en tiempos de la Roma antigua, ejerció, con destaque, el poder, y ayudó a desencadenar una de las más terribles persecuciones a los cristianos. Es cierto que sus víctimas de aquella época le perdonaran, si fueran realmente fieles seguidores de Cristo. Mas, ¿y los otros, que le guardaban rencor? ¿A cuántos habría mandado él quitar la vida, los bienes, los amores, las esperanzas, sin que estuviesen preparados para soportar esas pérdidas, con equilibrio y resignación?
Al cabo de algunos años de implacable persecución de sus adversarios, enceguecido por el odio, y a despecho de todo el cuidado de que fue cercado, el pobre compañero desencarnó trágicamente.
La persecución continuó, tal vez aún más encarnizada del otro lado de la vida. Estaba ahora más expuesto, más accesible al abordaje de sus verdugos, pues las obsesiones no se limitan a alcanzar a los encarnados. Al contrario, los desencarnados son más vulnerables que los encarnados, pues estos disponen del “escondrijo” del cuerpo físico y se hallan beneficiados por el olvido temporario de sus faltas, lo que, de cierta forma, les da alguna tregua, en virtud del descondicionamiento vibratorio. El recuerdo constante de los crímenes que cometemos nos mantienen sintonizados con los perseguidores, y ellos todo lo hacen para que no nos olvidemos de los errores practicados. En cuanto removemos nuestras faltas, continuamos ligados a los obsesores.
¿Debemos, entonces, olvidar todo, como si nada hubiese ocurrido? No, ciertamente. El arrepentimiento, con todo, tiene que ser constructivo, o sea, él no debe paralizarnos. Ciertos o no de la gravedad de nuestras faltas – y, sin duda alguna, las practicamos abundantemente en el pasado – es imperioso que nos volvamos para las tareas de reconstrucción interior, de dedicación al semejante que sufre, de vigilancia de nuestras actitudes, palabras y pensamientos. Es preciso orar, servir, buscar reencender la llama del amor, que existe en todos nosotros.
- Ve y no peques más – dice el Cristo.
Por mucho tiempo sé penso que eso fuese apenas un tema sugestivo, para pregonar sermones bonitos; hoy sabemos de la profunda realidad que encierra la enseñanza evangélica. El Cristo siempre ligó el problema del sufrimiento, físico o espiritual, al del error.
- Estas curado – dice Él al paralítico, a quién mando tomar su cama y andar -, no peques más, para que no te suceda algo aun peor. (Juan, 5: 14.).
De esa forma, el error – que los evangelistas llaman de pecado – acarrea el sufrimiento, la punición, el rescate. No es que tengamos que redimirnos necesariamente a través del mecanismo del dolor. El dolor no es inevitable, porque el proceso de la liberación puede darse también por medio del servicio al prójimo, del perfeccionamiento moral, de la oración y de la vigilancia. De la misma forma, aquel que fue herido por su compañero, por mas gravemente que lo haya sido, no debe ni precisa tomar la venganza por sus manos, para que el otro rescate su falta. La ley del equilibrio universal se ocupará de él, si no es hoy, en el próximo siglo, o en el próximo milenio. El rescate puede ser despersonalizado, esto es, nadie debe ni precisa erguirse en su ejecutor. Esto no significa que, al ser ofendidos, debamos transferir nuestro impulso de venganza a las leyes de Dios. Son muchos los que no toman realmente la venganza en sus manos, mas piensan, en la intimidad de su ser con el mismo rencor:
- ¡Él pagará!
Es verdad, él pagará, sea con la moneda del dolor, sea con la del amor, mas si emitimos nuestro pensamiento de venganza y odio, continuamos ligados al error, reasumimos los compromisos que podríamos tener rescatado con aquella humillación o aquel sufrimiento, pues cierto que nadie sufre por acaso, dado que no hay reparaciones dolorosas como forma de punición a los inocentes.
En este punto, encontramos mas de una lección, aún y siempre, en el Evangelio de Jesús. Y es por eso que ningún trabajo de desobsesión, digno y serio, debe ser intentado sin apoyo en las enseñanzas del Cristo.
La cuestión es tan importante, tan vital a la problemática del Espíritu, que Jesús la inmortalizó en el texto de la oración dominical, él Padre Nuestro:
- “...Perdónanos nuestras deudas – relata Mateo, 6:12 -, así como perdonamos a nuestros deudores...”
En el versículo 14, de ese mismo capítulo, Jesús es aún más explícito:
- “Que si perdonaseis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre Celestial; mas si no perdonaseis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas.”
Bajo las luces de la Doctrina Espírita, el texto adquiere una dimensión que antes no habíamos notado. Es que el perdón que concedemos a aquel que nos hirió no lava al ofensor de su pecado, o sea de su falta, mas libera al ofendido, que, con el perdón, evita que se reabra el circulo vicioso del crimen para rescatar el crimen. En ese angustioso circulo de fuego y lagrimas, de revuelta y dolor, quedan presas, por siglos y siglos, multitudes enceguecidas por el odio y nunca saciadas por la venganza, pues la venganza no sacia cosa alguna, ella apenas echa mas leña a la hoguera que arde.
Por mucho tiempo hallamos que toda esa doctrina del perdón fuese apenas un bello conjunto de figuras de retórica. La Doctrina de los Espíritus vino a proporcionarnos un entendimiento infinitamente más racional y objetivo: el de que el perdón libera. No es una simple teoría, es una verdad, que el Cristo nos enseño, que tanto hemos obstinado en experimentar.
También en este punto tuvimos, cierta vez, una experiencia inolvidable. Un compañero desencarnado, en lamentable estado de desorientación, perseguido por una pequeña multitud de implacables obsesores, acabó por ser recogido por los trabajadores del bien. Algunos de sus perseguidores fueron tratados y reeducados moralmente, como enseña Kardec. Otros se apartaron, por sentir que la víctima se ponía fuera de su alcance. Algunos de ellos continuaron a ser llevados al grupo de desobsesión, a fin de ser esclarecidos, y, en la desesperación en que vivían, descargaban todo su rencor y agresividad sobre los componentes del equipo de socorro, especialmente contra el esclarecedor, por ser este el portavoz, aquel que habla y procura convencerlo de abandonar sus propósitos, que el juzga justísimos.
Pues bien. Cierta noche, volvió para recibir nuestros cuidados, el compañero que había sido recogido. Estaba nuevamente en poder de un impiadoso hipnotizador, de quien ya lo habíamos substraído, a duras penas. El mismo confesó su drama: recayera en la faja vibratoria de sus perseguidores, al dejar caer las guardias que lo protegían. ¡En el transcurrir del dialogo se reveló más impaciente que nunca, exigiendo, casi, solución inmediata para su caso, pidiendo la presencia de parientes, sin ningún deseo de entregarse a la oración y, encima de todo, pronto para la venganza!. “Así que estuviese en condiciones” – y exactamente por eso no conseguía alcanzar tales condiciones – “él”, él obsesor, “iría a ver...”
Dios mío, ¿cómo podremos negar el perdón al que nos hirió, si lo exigimos para nosotros, exactamente para los dolores que resultaron de nuestra imprudencia al herir a los otros?
El obsesado sólo piensa en librarse de sus adversarios, a cualquier precio, mas si olvida, o ignora, que el también esta en deuda delante de la ley, pues, de otra, manera, no estaría sujeto a la obsesión. El obsesor, a su vez, procura punir al compañero que lo hizo sufrir, sin recordar que el mismo creó, con su incuria, las condiciones para merecer el dolor que le es infringido. Se juzga en el derecho de cobrar, pensando así cumplir la ley de Dios, para que la “justicia” se haga. Y, de hecho, la ley del equilibrio universal coloca al ofensor al alcance de la punición, que es, en suma, la oportunidad del reajuste. Por eso, decía nuestro Pablo, en su penetrante sabiduría:
- Todo me es lícito, mas no todo me conviene.
Con frecuencia, los perseguidos se presentan en nuestros grupos, en los primeros momentos de la liberación. ¡Cuántos dramas, Señor! Vienen transidos de pavor, cansados de prisiones tenebrosas, huyendo de obsesiones que les parecen haber durado una eternidad. Agotarán todo el cáliz de profundas amarguras, sufrirán todos los tormentos, pasarán, por todas las humillaciones, se someterán a caprichos y desobediencias, cumplirán órdenes inicuas. Uno de esos nos dice que estuviera en uno de los calabozos infectos de las tinieblas, donde ni llorar podía. Se pasaron siglos. Sólo nos puede decir que fue un sacerdote y que traicionó a alguien. Siente ahora el peso de un enorme arrepentimiento y, cuando invitado a orar conmigo, no tiene el valor de dirigirse a Dios, pues se juzga el último de los réprobos. Con mucho esfuerzo, consigue murmurar una palabra:
- ¡Jesús!...
Y habla bajito, consigo mismo:
- ¡Qué sacrilegio, Dios mío!
Otro, también salido de un calabozo, no conseguía articular la palabra; hacía entenderse por gestos. Traía un peso en la cabeza, que lo obligaba a mantenerse curvado sobre sí mismo y, además de todo, estaba ciego.
Un tercero se presenta con las “carnes” roídas por los “ratones” y “cucarachas”, tras un largo período de reclusión.
Casi todos traen aún en el periespíritu los estigmas de sus penas: ceguera, deformaciones y mutilaciones, y, en la mente, el recuerdo de torturas y horrores inconcebibles.
Súbitamente, al cabo de agonías seculares, durante las cuales se rescataron a través del dolor, escapan a la saña de sus perseguidores, se tornan inaccesibles a sus procesos, se evaden de las mazmorras y se liberan del dominio magnético bajo el cual se encontraban. En suma: ¡la Ley dice “Basta”! La que hasta mismo el más terrible perseguidor tiene que obedecer, al asistir, impotente, a la escapada de la víctima. Llegó al fin el proceso correctivo y reajustador. Antes, era imposible: ninguno conseguía interrumpir el curso del dolor.
Este es el ejemplo vivo de la experiencia mediúmnica. Espíritus sufrientes, y ya redimidos, nos siguen los pasos, incluso a las profundidades del dolor más horrendo, sin poder interferir sino con una oración, o una vibración amorosa, pues el pobre compañero extraviado no puede percibir la presencia de los amigos mayores. Llegado, con todo, el momento, todo se precipita. Los mensajeros del bien están apenas a la espera de una oración, aunque solamente esbozada, de un impulso de arrepentimiento, de un gesto de buena voluntad o de perdón. ¿Se recuerdan de la advertencia del Cristo?
- Reconcíliate con tu adversario mientras estás en el camino con él, para que no te arrastre él al juez, y el juez te entregue al oficial de justicia, y este te ponga en la cárcel. Te digo que no saldrás de allá hasta no haber pagado el último centavo.
¿No está bien claro?
Y muchos aún hallan que el Evangelio es sólo literatura... o sólo poesía, ideal, inalcanzable... Razón de sobra tuvo Kardec para optar por la adopción de la moral evangélica, pues hay más sabiduría y ciencia en los textos allí preservados, que en todos los tratados de psicología jamás escritos y en los que aún se escribirán. La problemática del ser humano, sus complejidades y sus mecanismos de reajuste, están inseparablemente ligados a los conceptos fundamentales de la moral. Un día, la psicología y la psiquiatría descubrirán el Cristo.