Esta autobiografía se publicó por primera vez en el prologo de su libro “Conferencias Esotéricas”:
« Querido lector:
Cuando los hombres célebres han escrito grandes obras, alguien se encarga de escribirles su biografía, generalmente como homenaje a su memoria. Pero yo que no soy célebre, por lo tanto no espero correr con la misma suerte, pues sé que antes o después de morir poco o ningún caso se me ha de hacer.
Pero quisiera ver escrita mi biografía de ocultista y, como dada mi poca importancia nadie la querrá escribir, he resuelto hacerlo yo mismo; eso tiene por lo menos la ventaja de que saldrá exacta, pues la conozco mejor que nadie.
Pero no me tachéis de pretencioso, ya que mi autobiografía como ocultista tiene por objeto marcar el camino que he seguido desde mis primeros estudios hasta la fecha, para desengañar a aquellos que creen que para iniciarse es menester emprender un viaje a la India, sujetarse al celibato y comer yerbas y raíces.
Yo soy casado, nunca vi la India y como de todo; y a pesar de esto creo poder alcanzar la meta que se propone todo ocultista, y que es dominar las leyes de la Naturaleza para ser útil a sus semejantes.
Primeros Años
Educado bajo los cuidados de una madre ejemplar que sacrificó todo por mi educación, llegué a ser un hombre no habiéndome tomado jamás el trabajo de pensar por yo mismo; en filosofía y en religión era como el 99% de mis prójimos, viviendo al día, dejando a los curas y a los mayores el cuidado de estas preocupaciones.
Siguiendo la rutina, creía que ser bueno significaba cumplir con los mandamientos de la Iglesia, rezaba todas las noches y como premio de mis virtudes (?) Esperaba la recompensa en el cielo.
Mi idea respecto a Dios era la que se forman la mayor parte de los católicos, en que Dios no pasa de ser un gran comerciante, que en vez de dar mercancías por dinero, da cielo a cambio de misas, rezos, confesiones, etc., y también quita purgatorios, protege en el comercio, da maridos, etc.
La idea de ser bueno y evitar el mal, no por miedo al infierno o codicia al cielo, sino por el amor al bien me era hasta entonces desconocida.
La anciana madrecita quedó, después de darme el último beso, en Alemania, y yo me dirigí a esa tierra que hoy llamo mi segunda patria: México.
Mi familia había emigrado en el año 1823 a México siendo mi bisabuelo minero. Es muy interesante leer “Briefe aus Mexico” donde existe la relación de esos colonos Alemanes.
Siempre nos habíamos considerado mexicanos y así al llegar aquí de niño me encontraba con mi casa, pero tenía deseos de conocer toda la América latina.
Mi primera residencia fue la República de Chile, uno de los países más adelantados y hermosos de Sur América.
De estudiante había leído novelas de algunos autores de importancia. Sabía el Fausto, en gran parte de memoria, y para cambiar alguna vez, había tomado una obra de Carlos du Prel, pero sin que sus ideas hubiesen dejado huellas en mi ánimo; las leía para distraerme o para cambiar de lectura.
Un año después de haber abandonado Alemania recibí la súbita noticia de la muerte de mi santa madre. Aquel golpe me anonadó; ¿cómo, después de haberla visto hacer tantos sacrificios por mí y en los momentos en que podía recompensar en algo sus afanes se me arrebataba a aquel ser?
Entonces se despertó en mi alma una idea completamente nueva, que me vino a poner en conocimiento que los hijos jamás sabemos apreciar los sacrificios de los padres para labrarnos un porvenir que solamente a nosotros nos interesa; y que ni durante una vida pagamos debidamente sus afanes, no cumplimos en lo absoluto ni con los deberes de familia ni con los de humanidad siquiera, porque una noche de desvelo y zozobra infinita, cuando nos velaba al lado de la cuna; una noche de insomnio y de congojas que pasa durante los peligros de la niñez, esa personificación del verdadero y único amor abnegado, no se paga con toda una existencia de cuidados, de amor y de respeto hacia los que nos dieron el ser.
Yo renegaba, maldecía mi suerte...me costó una enfermedad física la idea de que al regresar a mi patria encontraría únicamente un pedacito de tierra, que cubría aquel cuerpo santo.
Espiritismo
Al pasar por una librería vi una obra de Allan Kardec. Entré a comprarla y me encerré para leerla; era la tabla de salvación que encontré en el océano de mis sufrimientos para aferrarme a ella. Aquella filosofía no me era nueva; la había leído de estudiante, hasta entonces llegaba a sentirla. Me convertí en un espiritista sincero; más aún, fanático en cuanto a la belleza de sus doctrinas.
Me consolaba, me levantó el ánimo aquella filosofía, pero desde el primer momento me chocó la práctica; jamás llegué a evocar a aquel ser a quien tanto había amado, pues la intuición, la razón, me decían que aquella santa debía estar localizada en regiones superiores, más puras, y que no hacía bien en atraerla a esta mísera tierra y comunicarla, obligándola a hacer manifestaciones inferiores como mover las patas de una mesa en los círculos espiritistas.
La lógica de la doctrina espirita me convirtió en un espiritista convencido y, como la muerte de mí madre me había insinuado en estas ideas, a ella la había inmortalizado en mí: cuando evocaba sus recuerdos, sus consejos, la sentía vibrar en mí mismo; esa es la verdadera comunicación espiritual.
Teosofía
Animado a propagar la filosofía que me había consolado, fundé con varios amigos y redacté una revista que llamamos “El Reflejo Astral”. Al estar expuesto en las librerías uno de sus números, se me presentó un día un señor de Barcelona, el cual me felicitó por propagar esas ideas en un país donde el fanatismo religioso ejercía aún su influencia.
Ofreció obsequiarme varias obras, ofrecimiento que cumplió, pues a los dos meses recibí por correo “Después de la Muerte” de León Denis y “La Doctrina Secreta” de Blavatsky. La amabilidad del Doctor León, con el cual nos hemos encontrado aquí en México, otra vez, después de tantos años, pues viaja actualmente por uno de los Estados del Norte, me hizo admirar nuevos horizontes.
Ya no sólo se interesaban en estos asuntos mis sentimientos, mi corazón: los argumentos científicos tan sólidos que empleaba Blavatsky hicieron que tomara parte mi cabeza.
El espiritismo había sido en mí, como en casi todos sus adeptos, cuestión de impresionalismo. Vi que tiene una filosofía hermosa, argumentos sólidos, aspectos científicos cuyo estudio, he visto más tarde, es más fácil bajo la luz del ocultismo.
Pero la práctica de la mediumnidad además de ser ridícula es profundamente inmoral.
Aquí en México, funge como espíritu familiar, en la mayoría de los centros, el Benemérito de la Patria Lic. Don Benito Juárez, y da pena ver que esa gran lumbrera, que dirigió tan sabiamente los destinos de este país, se vea encargado de buscar objetos perdidos.
Por fortuna que el espíritu de Juárez sólo existe en la imaginación de las personas ignorantes, que faltos de conocimientos de las leyes que rigen los fenómenos psíquicos, pueden en la mayor parte de las ocasiones poner en relieve su irreflexión, pero no evocar como se debe.
Yo, y conmigo millares de iniciados en el ocultismo, no negamos la realidad y posibilidad de todos los fenómenos que pregona el espiritismo, y en mi primera conferencia veréis mis opiniones a este respecto; la diferencia que existe entre los espiritas y los ocultistas, es que los primeros se valen de medios o instrumentos para ponerse en contacto con el plano astral (de los espíritus) y nosotros somos todos médiums pero no pasivos, inconscientes ni manejados por guías, sino activos, conscientes, que en vez de tratar de atraer los seres (salvo casos especiales) nos trasladamos conscientemente donde están ellos.
La obra de Blavatsky me indujo a suspender la publicación de la Revista. En aquellos tiempos habían dejado preocupada la atención pública los fenómenos del Conde de Sarak y habían tres opiniones al respecto.
Los primeros atribuían las demostraciones de Sarak a pura superchería; los segundos veían en el señor Conde un gran iniciado; y los últimos, si bien aceptaban que algunos fenómenos del Sr. Sarak estaban al abrigo de todo fraude, en otros fenómenos consideraban que él se había comportado como un prestidigitador de circo.
Me decía yo, al contemplar aquella divergencia de opiniones, que para juzgar estos hechos es menester estudiar para conocer a fondo el asunto.
Ocultismo
Con varios amigos encargamos obras sobre Ocultismo. Aquello fue una verdadera indigestión de Encausse (Papus), Eliphas Levi, Estanislao de Guaita, Kiesewetter, Claudio de San Martín y otros. Estos autores eran y son hasta hoy, los mejores en la materia, y el lector que en sus obras sorprende la clave de los secretos que encierran, será un Rosacruz como Nostradamus, Paracelso, etc.; pero creo que no habrá uno solo que los arranque y les sucederá como a mí: mientras más se lee, mayor es la confusión en que se enreda uno.
Martinismo
Las vidas de San Martín y de Martínez de Pasqualis me habían dejado preocupado; más aún, cuando supe que el célebre abate católico Levi, el autor del Dogma y ritual de Alta Magia, había sido Martinista.
Resueltamente escribí al doctor Encausse para saber algo sobre esta orden secreta, el cual en respuesta me recomendó a un doctor Girgois, de Buenos Aires, quien después de llenar las formalidades me inició y me indicó si por alguna duda necesitara un consejo, me dirigiera a un señor Don A...C..., como quien dice, el vecino de la esquina.
Don Arturo, que así se llama de nombre el señor C..., era de nacionalidad inglesa, había sido jefe de comercio de alta importancia. Era conocido por su rectitud y extrema honradez, y como poseedor de una regular fortuna, ocupaba en compañías mineras, bancarias, etc.; en donde había ocupado puestos de presidente, vicepresidente o director; en total un conocido comerciante, pero de ocultista me parecía tener tanto como yo de mandarín chino.
Me dirigí a su domicilio con casi la certidumbre que aquel señor me daría la dirección de un anónimo suyo, habitante de un barrio apartado, refugiado en una choza humilde de ermitaño, envuelto en una túnica larga, acariciando una barba blanca y venerable.
Al responder a mi interrogatorio que él era la persona que yo buscaba, sentí deseos de retirarme decepcionado, pues no reunía el Sr. C... el tipo de mis ilusiones; pero no pude realizar mi intento, pues el buen señor dejando a un lado sus libros de comercio me hizo pasar al salón.
- “¿Pero qué le digo a este hombre?”
Me decía yo, y por primera providencia me le quedé mirando con la boca abierta.
Él viendo mi turbación y como si leyese mis pensamientos, me dijo:
- “Ud. busca a un hombre que pertenece a la Orden de los Martinistas y sus deseos son de aprender la filosofía y los secretos del Ignoto.”
- “Sí señor, precisamente eso busco señor.” Respondí.
Y ese “sí señor, precisamente señor”, se lo repetí maquinalmente varias veces, pues en mi interior aún no quería abandonar la idea del iniciado, del maestro con túnica larga y barba blanca; pues un hombre con los bigotes a lo Kaiser no me cuadraba como un iniciado del Martinismo (Rama de los Rosacruces poseedores del secreto de la piedra filosofal, que transmutan el plomo en oro) que estuviera ocupado en cotizar acciones de bolsa. Para mi era lo mismo que ver a un arzobispo repartir programas de la corrida de toros.
Poco a poco volví en mí, gracias a que el modo de expresarse del Sr. C... me hizo tomar confianza, y sin sentir entablamos una conversación sobre ciencias transcendentales. Mi asombro iba creciendo por momentos al descubrir en el Sr. C... era un maestro de profundísimos conocimientos.
En menos de media hora me había explicado mucho de lo que antes no me había dado cuenta. Sentí deseos de besarle la mano al despedirme, y en la calle repetía: el hábito no hace al monje.
Como galantemente me había ofrecido su casa, a las pocas noches fui a verle. En su salón encontré reunidos a varios conocidos que nunca me habían hablado de él.
La conversación versaba sobre los Mahatmas, unos grandes maestros que vivían en la cima de los Himalayas, pero que desprendiéndose de su cuerpo material se aparecían en forma vaporosa al llamado del adepto iniciado.
Después que unos habían negado el hecho, otros lo habían ridiculizado, y el reto dado para probar la existencia de estos seres, el maestro pues así llamaremos al Sr. C...desde ahora, tomó una espada, trazó en el centro de la pieza el Pentaclo de Salmón (de que hace uso Goethe en el Fausto), pronunció una fórmula para nosotros incomprensible, y nos rogó formar una cadena tomándonos de las manos.
Apenas lo habíamos hecho cuando sentimos una detonación en la pieza vecina, como una especie de explosión de aire; la puerta gira sola sobre sus goznes como empujada por manos invisibles...en el centro de la sala vemos de frente a un fantasma; un ser vaporoso, pero compacto, avanza hasta tocarnos. Los pelos se me erizaron de punta y si no es por el temor de aparecer como miedoso me hubiera desmayado.
Pero a pesar del miedo inusitado, me sentía feliz al palpar por primera vez una materialización perfecta de un maestro de lo invisible. En mi corazón se levantaba un grito de júbilo. Yo había pertenecido a los débiles que creen sin saber; y ahora ya era fuerte, pues creía sabiendo.
(Observación: no pienso que esas aparición y las siguientes que presenció Krumm-Heller hayan sido de verdaderos Maestros y me inclino más a considerar que fueron apariciones similares a las que experimentan los espiritistas.)
No tengo la autorización del maestro para escribir todo lo que vimos esa noche y las innumerables noches de los muchos años siguientes. Pero por ese medio traía objetos desde gran distancia, que caían en la pieza sin saber de donde. Y las apariciones que pudiesen ser objeto de nuestra ilusión o efecto de hipnotismo o sugestión colectiva, fueron innumerable número de veces fotografiadas sugestionándose la placa fotográfica, lector incrédulo.
Una de tantas noches, se trataba entre los asistentes a la reunión si acaso todos los hombres tienen cuerpo doble o astral o si aquello era sólo predominio de unos cuantos Himalayenses.
El maestro coge la espada, y sin más ceremonias de las que estábamos acostumbrados, evoca y nos trae a la pieza a un señor que la mayoría conocíamos. Le dio algunas órdenes, que cumplió al día siguiente como autómata, y estos seguro que si le hubiese ordenado un asesinato lo habría hecho, estando a muchas leguas de distancia de nosotros.
Muchos años tuve la dicha de contemplar las maravillas de ese maestro.
Siguiendo la idea predominante en los espiritas que la difunden sin saber lo que hacen, tenía yo una idea preconcebida en cuanto a las sociedades secretas; pero yo quería la luz para todo el mundo, nada de monopolio, nada de privilegios.
Y al ver que esas sociedades poseían el secreto de evocar el doble etéreo de cualquiera, preguntarle sus secretos más íntimos, sin que al regresar a su cuerpo físico recordara lo acontecido; comprobándose que al lastimar ese cuerpo el daño repercutía sobre el material; al convencerme que de ese modo se podía matar a una persona a distancia y que la víctima amanecía muerta en su lecho, pudiéndose reír el asesino del médico legal, del juez y del Código penal.
Al cerciorarse, en suma, que las fuerzas de la naturaleza que uno aprende a manejar allí, son al mismo tiempo poderes benéficos para el hombre moral con armas horribles en manos del malvado, comprendí la importancia y la necesidad imperiosa de esas sociedades iniciáticas y que los que se burlan de ellos son necios ignorantes.
Iluminación Espiritual
Mucho interés habían despertado en mí los estudios del hermetismo en relación con las religiones comparadas y los cultos antiguos. Blavatsky y otros habían escrito con mucho entusiasmo de los restos arqueológicos de los Incas del Perú y de los Aztecas en México. En mis coloquios veía al imperio de Manco Capac y al de Moctezuma.
Teniendo al Perú más cerca me dirigí allá y durante algún tiempo pude excavar y estudiar de cerca las ruinas del Cuzco. Me había internado al interior de Paucartambo, y al estar sentado en una de las ruinas más célebres contemplando a mi alrededor ese panorama sublime, que sólo posee el país de los virreyes, me sobrevino una especie de vértigo, un éxtasis, en el cual los misterios de la Naturaleza se desviaban ante mi vista; las vibraciones del Gran Todo se confundían en mí encontrándome así simple microcosmo, en relación con el macrocosmo.
Yo, celdilla hombre, me encontraba en relaciones con todo el Universo. Estado en el cual se comprende y se entrevé la grandeza de la creación: se transporta uno desde las regiones de los efectos al mundo de las causas, bañándose en aquellas vibraciones de la esencia divina, de una tranquilidad y felicidad indescriptibles.
Se sienten sanar, no sólo alumbrar, los rayos solares, y si se pudieran transcribir al papel todas las sensaciones, lo tomarían a uno como alucinado.
No me importa: si el estudio de la Naturaleza en su esencia es estar loco, querido lector, entonces soy feliz en mi locura y quiero estarlo cada día más.
Comprendí entonces que los libros humanos son nada en comparación con el libro supremo de la Naturaleza y que para el hermético basta y sobra con ese.
Nuestro filósofo alemán, Jacobo Boheme, ¿acaso tuvo otro? y ¿quién de los otros especuladores filosóficos puede compararse con él?
Mi guía, desde entonces, fue la Naturaleza, y dejando todos los maestros, a ella me acojo en sus brazos cariñosos.
Más tarde, en frente de Assmanshausen, a la orilla de nuestro padre Rhin, en el canal Smith, (tierra del Fuego), en el Tirol, en la cordillera Cantábrica de España, en frente de las Cataratas del Niágara, en los Alpes de Suiza y aquí en México, en un pedacito de tierra que ha bautizado el ilustre General Treviño con el nombre de Rincón de María, me sobrevino el mismo fenómeno pero sin que lo provocara: sólo por la meditación.
Tenía pues para mis exigencias de ocultista, un defecto: no lo manejaba, no lo podía producir a voluntad; me faltaba la llave de ese paraíso tan sublime.
Ocultismo, Hermetismo, Martinismo
“A buscarla”, me dije.
Del Perú me dirigí a Europa en una gira de dos años visitando a los principales ocultistas. Asistí como miembro al Congreso Teosófico de Nuremberg, donde leí un trabajo referente a mis estudios sobre el culto del Sol, de los antiguos Incas.
En aquel congreso estreché relaciones, entre otras, con el célebre Doctor Franz Hartmann, autor de notables obras sobre Teosofía. La clave que buscaba, sin embargo, no la conseguí. Me dirigí a conocer otro país de mis aspiraciones, la patria de Cuauhtémoc.
El destino quiso que al poco tiempo regresara a París. Si bien obligaciones perentorias me reclamaban durante el día, la noche me quedaba libre e ingresé como alumno a la Escuela Hermética, en la cual más tarde, me entregó su director el diploma que acredita mi doctorado en Kábala.
El Doctor Encausse (Papus), una de las lumbreras médicas laureado en los hospitales de París, ex médico agregado a la corte del Zar de Rusia, discípulo de Eliphas Levi y de Phillip, autor de más de treinta obras universalmente conocidas y a quien conocen en París por el Mago Papus, me dio lo que anhelaba induciéndome en la verdadera senda de la iniciación; me dio las claves que ponen al hombre conscientemente en los dinteles del mundo invisible, el anfiteatro de la mansión de los llamados muertos.
Lo poco que he experimentado, por insignificante que pueda ser mi saber, no lo quise guardar egoístamente pues, si bien no tiene nada de nuevo para algunos, sé que es útil para muchos.
Desde mis primeros estudios hasta hace algunas semanas que principié mis conferencias, que hoy se publican, he llenado muchos cuadernos de apuntes y a medida que voy avanzando tomaré material de ellos.
Mis conferencias encierran la clave de todo, pero no la entregaré al lector, porque no puedo ni debo darla masticada para que sólo le quede el trabajo de deglutir, sino velada.
El hombre que no la encuentre es que aún no le sirve ni la merece.
Entre mis apuntes he consignado aquí y allá algún párrafo de un autor de mi agrado, omitiendo a veces el anotarlo; y si se me han pasado en mis conferencias queda avisado.
En la segunda, hay algo de las conferencias esotéricas de Papus.
Después de establecer la Orden Martinista aquí, en México, nos hemos unido un grupo de ocultistas para seguir los estudios. El objeto principal es indagar hasta dónde pueden unirse las observaciones y experiencias de cada uno a los preceptos de las ciencias exactas y aceptadas.
Es peligroso para aquellos seres desprovistos de una instrucción sólida, perderse en el misticismo; pero no lo es para el que está acostumbrado a la lectura y estudio de las ciencias positivas.
Si hemos tenido ocasión de ver algo en el mundo síquico, tenemos el valor suficiente para confesarlo, no para hacer bombo con lo maravilloso, sino para invitar a los hombres de ciencia al estudio de esas fuerzas tan poco conocidas, pero todos los días más aceptadas. Los hechos que yo relato no son aislados, muchos otros, entre ellos el sabio químico Crookes, nos dan cuenta de algunos análogos.
No sigamos la rutina sin más estudio que la simple lectura de algunos materialistas que niegan todo; no por el hábito de negar, neguemos con ellos.
No tildemos de loco a un hombre que con sinceridad expone los hechos ofreciéndolos como tema de indagación. Cada uno aporta su grano de arena para fomentar la luz; si mis trabajos cumplen con ese cometido, lo juzgarás tú, lector querido.
Mixcoac, México, 27 de marzo de 1909
HUIRACOCHA
(Arnold Krumm-Heller) »
(Nota: esta autobiografía solo abarca la primera mitad de su vida, debido a que en 1909, Krumm-Heller tenía 33 años y él murió a los 73 años en 1949.)
« Querido lector:
Cuando los hombres célebres han escrito grandes obras, alguien se encarga de escribirles su biografía, generalmente como homenaje a su memoria. Pero yo que no soy célebre, por lo tanto no espero correr con la misma suerte, pues sé que antes o después de morir poco o ningún caso se me ha de hacer.
Pero quisiera ver escrita mi biografía de ocultista y, como dada mi poca importancia nadie la querrá escribir, he resuelto hacerlo yo mismo; eso tiene por lo menos la ventaja de que saldrá exacta, pues la conozco mejor que nadie.
Pero no me tachéis de pretencioso, ya que mi autobiografía como ocultista tiene por objeto marcar el camino que he seguido desde mis primeros estudios hasta la fecha, para desengañar a aquellos que creen que para iniciarse es menester emprender un viaje a la India, sujetarse al celibato y comer yerbas y raíces.
Yo soy casado, nunca vi la India y como de todo; y a pesar de esto creo poder alcanzar la meta que se propone todo ocultista, y que es dominar las leyes de la Naturaleza para ser útil a sus semejantes.
Primeros Años
Educado bajo los cuidados de una madre ejemplar que sacrificó todo por mi educación, llegué a ser un hombre no habiéndome tomado jamás el trabajo de pensar por yo mismo; en filosofía y en religión era como el 99% de mis prójimos, viviendo al día, dejando a los curas y a los mayores el cuidado de estas preocupaciones.
Siguiendo la rutina, creía que ser bueno significaba cumplir con los mandamientos de la Iglesia, rezaba todas las noches y como premio de mis virtudes (?) Esperaba la recompensa en el cielo.
Mi idea respecto a Dios era la que se forman la mayor parte de los católicos, en que Dios no pasa de ser un gran comerciante, que en vez de dar mercancías por dinero, da cielo a cambio de misas, rezos, confesiones, etc., y también quita purgatorios, protege en el comercio, da maridos, etc.
La idea de ser bueno y evitar el mal, no por miedo al infierno o codicia al cielo, sino por el amor al bien me era hasta entonces desconocida.
La anciana madrecita quedó, después de darme el último beso, en Alemania, y yo me dirigí a esa tierra que hoy llamo mi segunda patria: México.
Mi familia había emigrado en el año 1823 a México siendo mi bisabuelo minero. Es muy interesante leer “Briefe aus Mexico” donde existe la relación de esos colonos Alemanes.
Siempre nos habíamos considerado mexicanos y así al llegar aquí de niño me encontraba con mi casa, pero tenía deseos de conocer toda la América latina.
Mi primera residencia fue la República de Chile, uno de los países más adelantados y hermosos de Sur América.
De estudiante había leído novelas de algunos autores de importancia. Sabía el Fausto, en gran parte de memoria, y para cambiar alguna vez, había tomado una obra de Carlos du Prel, pero sin que sus ideas hubiesen dejado huellas en mi ánimo; las leía para distraerme o para cambiar de lectura.
Un año después de haber abandonado Alemania recibí la súbita noticia de la muerte de mi santa madre. Aquel golpe me anonadó; ¿cómo, después de haberla visto hacer tantos sacrificios por mí y en los momentos en que podía recompensar en algo sus afanes se me arrebataba a aquel ser?
Entonces se despertó en mi alma una idea completamente nueva, que me vino a poner en conocimiento que los hijos jamás sabemos apreciar los sacrificios de los padres para labrarnos un porvenir que solamente a nosotros nos interesa; y que ni durante una vida pagamos debidamente sus afanes, no cumplimos en lo absoluto ni con los deberes de familia ni con los de humanidad siquiera, porque una noche de desvelo y zozobra infinita, cuando nos velaba al lado de la cuna; una noche de insomnio y de congojas que pasa durante los peligros de la niñez, esa personificación del verdadero y único amor abnegado, no se paga con toda una existencia de cuidados, de amor y de respeto hacia los que nos dieron el ser.
Yo renegaba, maldecía mi suerte...me costó una enfermedad física la idea de que al regresar a mi patria encontraría únicamente un pedacito de tierra, que cubría aquel cuerpo santo.
Espiritismo
Al pasar por una librería vi una obra de Allan Kardec. Entré a comprarla y me encerré para leerla; era la tabla de salvación que encontré en el océano de mis sufrimientos para aferrarme a ella. Aquella filosofía no me era nueva; la había leído de estudiante, hasta entonces llegaba a sentirla. Me convertí en un espiritista sincero; más aún, fanático en cuanto a la belleza de sus doctrinas.
Me consolaba, me levantó el ánimo aquella filosofía, pero desde el primer momento me chocó la práctica; jamás llegué a evocar a aquel ser a quien tanto había amado, pues la intuición, la razón, me decían que aquella santa debía estar localizada en regiones superiores, más puras, y que no hacía bien en atraerla a esta mísera tierra y comunicarla, obligándola a hacer manifestaciones inferiores como mover las patas de una mesa en los círculos espiritistas.
La lógica de la doctrina espirita me convirtió en un espiritista convencido y, como la muerte de mí madre me había insinuado en estas ideas, a ella la había inmortalizado en mí: cuando evocaba sus recuerdos, sus consejos, la sentía vibrar en mí mismo; esa es la verdadera comunicación espiritual.
Teosofía
Animado a propagar la filosofía que me había consolado, fundé con varios amigos y redacté una revista que llamamos “El Reflejo Astral”. Al estar expuesto en las librerías uno de sus números, se me presentó un día un señor de Barcelona, el cual me felicitó por propagar esas ideas en un país donde el fanatismo religioso ejercía aún su influencia.
Ofreció obsequiarme varias obras, ofrecimiento que cumplió, pues a los dos meses recibí por correo “Después de la Muerte” de León Denis y “La Doctrina Secreta” de Blavatsky. La amabilidad del Doctor León, con el cual nos hemos encontrado aquí en México, otra vez, después de tantos años, pues viaja actualmente por uno de los Estados del Norte, me hizo admirar nuevos horizontes.
Ya no sólo se interesaban en estos asuntos mis sentimientos, mi corazón: los argumentos científicos tan sólidos que empleaba Blavatsky hicieron que tomara parte mi cabeza.
El espiritismo había sido en mí, como en casi todos sus adeptos, cuestión de impresionalismo. Vi que tiene una filosofía hermosa, argumentos sólidos, aspectos científicos cuyo estudio, he visto más tarde, es más fácil bajo la luz del ocultismo.
Pero la práctica de la mediumnidad además de ser ridícula es profundamente inmoral.
Aquí en México, funge como espíritu familiar, en la mayoría de los centros, el Benemérito de la Patria Lic. Don Benito Juárez, y da pena ver que esa gran lumbrera, que dirigió tan sabiamente los destinos de este país, se vea encargado de buscar objetos perdidos.
Por fortuna que el espíritu de Juárez sólo existe en la imaginación de las personas ignorantes, que faltos de conocimientos de las leyes que rigen los fenómenos psíquicos, pueden en la mayor parte de las ocasiones poner en relieve su irreflexión, pero no evocar como se debe.
Yo, y conmigo millares de iniciados en el ocultismo, no negamos la realidad y posibilidad de todos los fenómenos que pregona el espiritismo, y en mi primera conferencia veréis mis opiniones a este respecto; la diferencia que existe entre los espiritas y los ocultistas, es que los primeros se valen de medios o instrumentos para ponerse en contacto con el plano astral (de los espíritus) y nosotros somos todos médiums pero no pasivos, inconscientes ni manejados por guías, sino activos, conscientes, que en vez de tratar de atraer los seres (salvo casos especiales) nos trasladamos conscientemente donde están ellos.
La obra de Blavatsky me indujo a suspender la publicación de la Revista. En aquellos tiempos habían dejado preocupada la atención pública los fenómenos del Conde de Sarak y habían tres opiniones al respecto.
Los primeros atribuían las demostraciones de Sarak a pura superchería; los segundos veían en el señor Conde un gran iniciado; y los últimos, si bien aceptaban que algunos fenómenos del Sr. Sarak estaban al abrigo de todo fraude, en otros fenómenos consideraban que él se había comportado como un prestidigitador de circo.
Me decía yo, al contemplar aquella divergencia de opiniones, que para juzgar estos hechos es menester estudiar para conocer a fondo el asunto.
Ocultismo
Con varios amigos encargamos obras sobre Ocultismo. Aquello fue una verdadera indigestión de Encausse (Papus), Eliphas Levi, Estanislao de Guaita, Kiesewetter, Claudio de San Martín y otros. Estos autores eran y son hasta hoy, los mejores en la materia, y el lector que en sus obras sorprende la clave de los secretos que encierran, será un Rosacruz como Nostradamus, Paracelso, etc.; pero creo que no habrá uno solo que los arranque y les sucederá como a mí: mientras más se lee, mayor es la confusión en que se enreda uno.
Martinismo
Las vidas de San Martín y de Martínez de Pasqualis me habían dejado preocupado; más aún, cuando supe que el célebre abate católico Levi, el autor del Dogma y ritual de Alta Magia, había sido Martinista.
Resueltamente escribí al doctor Encausse para saber algo sobre esta orden secreta, el cual en respuesta me recomendó a un doctor Girgois, de Buenos Aires, quien después de llenar las formalidades me inició y me indicó si por alguna duda necesitara un consejo, me dirigiera a un señor Don A...C..., como quien dice, el vecino de la esquina.
Don Arturo, que así se llama de nombre el señor C..., era de nacionalidad inglesa, había sido jefe de comercio de alta importancia. Era conocido por su rectitud y extrema honradez, y como poseedor de una regular fortuna, ocupaba en compañías mineras, bancarias, etc.; en donde había ocupado puestos de presidente, vicepresidente o director; en total un conocido comerciante, pero de ocultista me parecía tener tanto como yo de mandarín chino.
Me dirigí a su domicilio con casi la certidumbre que aquel señor me daría la dirección de un anónimo suyo, habitante de un barrio apartado, refugiado en una choza humilde de ermitaño, envuelto en una túnica larga, acariciando una barba blanca y venerable.
Al responder a mi interrogatorio que él era la persona que yo buscaba, sentí deseos de retirarme decepcionado, pues no reunía el Sr. C... el tipo de mis ilusiones; pero no pude realizar mi intento, pues el buen señor dejando a un lado sus libros de comercio me hizo pasar al salón.
- “¿Pero qué le digo a este hombre?”
Me decía yo, y por primera providencia me le quedé mirando con la boca abierta.
Él viendo mi turbación y como si leyese mis pensamientos, me dijo:
- “Ud. busca a un hombre que pertenece a la Orden de los Martinistas y sus deseos son de aprender la filosofía y los secretos del Ignoto.”
- “Sí señor, precisamente eso busco señor.” Respondí.
Y ese “sí señor, precisamente señor”, se lo repetí maquinalmente varias veces, pues en mi interior aún no quería abandonar la idea del iniciado, del maestro con túnica larga y barba blanca; pues un hombre con los bigotes a lo Kaiser no me cuadraba como un iniciado del Martinismo (Rama de los Rosacruces poseedores del secreto de la piedra filosofal, que transmutan el plomo en oro) que estuviera ocupado en cotizar acciones de bolsa. Para mi era lo mismo que ver a un arzobispo repartir programas de la corrida de toros.
Poco a poco volví en mí, gracias a que el modo de expresarse del Sr. C... me hizo tomar confianza, y sin sentir entablamos una conversación sobre ciencias transcendentales. Mi asombro iba creciendo por momentos al descubrir en el Sr. C... era un maestro de profundísimos conocimientos.
En menos de media hora me había explicado mucho de lo que antes no me había dado cuenta. Sentí deseos de besarle la mano al despedirme, y en la calle repetía: el hábito no hace al monje.
Como galantemente me había ofrecido su casa, a las pocas noches fui a verle. En su salón encontré reunidos a varios conocidos que nunca me habían hablado de él.
La conversación versaba sobre los Mahatmas, unos grandes maestros que vivían en la cima de los Himalayas, pero que desprendiéndose de su cuerpo material se aparecían en forma vaporosa al llamado del adepto iniciado.
Después que unos habían negado el hecho, otros lo habían ridiculizado, y el reto dado para probar la existencia de estos seres, el maestro pues así llamaremos al Sr. C...desde ahora, tomó una espada, trazó en el centro de la pieza el Pentaclo de Salmón (de que hace uso Goethe en el Fausto), pronunció una fórmula para nosotros incomprensible, y nos rogó formar una cadena tomándonos de las manos.
Apenas lo habíamos hecho cuando sentimos una detonación en la pieza vecina, como una especie de explosión de aire; la puerta gira sola sobre sus goznes como empujada por manos invisibles...en el centro de la sala vemos de frente a un fantasma; un ser vaporoso, pero compacto, avanza hasta tocarnos. Los pelos se me erizaron de punta y si no es por el temor de aparecer como miedoso me hubiera desmayado.
Pero a pesar del miedo inusitado, me sentía feliz al palpar por primera vez una materialización perfecta de un maestro de lo invisible. En mi corazón se levantaba un grito de júbilo. Yo había pertenecido a los débiles que creen sin saber; y ahora ya era fuerte, pues creía sabiendo.
(Observación: no pienso que esas aparición y las siguientes que presenció Krumm-Heller hayan sido de verdaderos Maestros y me inclino más a considerar que fueron apariciones similares a las que experimentan los espiritistas.)
No tengo la autorización del maestro para escribir todo lo que vimos esa noche y las innumerables noches de los muchos años siguientes. Pero por ese medio traía objetos desde gran distancia, que caían en la pieza sin saber de donde. Y las apariciones que pudiesen ser objeto de nuestra ilusión o efecto de hipnotismo o sugestión colectiva, fueron innumerable número de veces fotografiadas sugestionándose la placa fotográfica, lector incrédulo.
Una de tantas noches, se trataba entre los asistentes a la reunión si acaso todos los hombres tienen cuerpo doble o astral o si aquello era sólo predominio de unos cuantos Himalayenses.
El maestro coge la espada, y sin más ceremonias de las que estábamos acostumbrados, evoca y nos trae a la pieza a un señor que la mayoría conocíamos. Le dio algunas órdenes, que cumplió al día siguiente como autómata, y estos seguro que si le hubiese ordenado un asesinato lo habría hecho, estando a muchas leguas de distancia de nosotros.
Muchos años tuve la dicha de contemplar las maravillas de ese maestro.
Siguiendo la idea predominante en los espiritas que la difunden sin saber lo que hacen, tenía yo una idea preconcebida en cuanto a las sociedades secretas; pero yo quería la luz para todo el mundo, nada de monopolio, nada de privilegios.
Y al ver que esas sociedades poseían el secreto de evocar el doble etéreo de cualquiera, preguntarle sus secretos más íntimos, sin que al regresar a su cuerpo físico recordara lo acontecido; comprobándose que al lastimar ese cuerpo el daño repercutía sobre el material; al convencerme que de ese modo se podía matar a una persona a distancia y que la víctima amanecía muerta en su lecho, pudiéndose reír el asesino del médico legal, del juez y del Código penal.
Al cerciorarse, en suma, que las fuerzas de la naturaleza que uno aprende a manejar allí, son al mismo tiempo poderes benéficos para el hombre moral con armas horribles en manos del malvado, comprendí la importancia y la necesidad imperiosa de esas sociedades iniciáticas y que los que se burlan de ellos son necios ignorantes.
Iluminación Espiritual
Mucho interés habían despertado en mí los estudios del hermetismo en relación con las religiones comparadas y los cultos antiguos. Blavatsky y otros habían escrito con mucho entusiasmo de los restos arqueológicos de los Incas del Perú y de los Aztecas en México. En mis coloquios veía al imperio de Manco Capac y al de Moctezuma.
Teniendo al Perú más cerca me dirigí allá y durante algún tiempo pude excavar y estudiar de cerca las ruinas del Cuzco. Me había internado al interior de Paucartambo, y al estar sentado en una de las ruinas más célebres contemplando a mi alrededor ese panorama sublime, que sólo posee el país de los virreyes, me sobrevino una especie de vértigo, un éxtasis, en el cual los misterios de la Naturaleza se desviaban ante mi vista; las vibraciones del Gran Todo se confundían en mí encontrándome así simple microcosmo, en relación con el macrocosmo.
Yo, celdilla hombre, me encontraba en relaciones con todo el Universo. Estado en el cual se comprende y se entrevé la grandeza de la creación: se transporta uno desde las regiones de los efectos al mundo de las causas, bañándose en aquellas vibraciones de la esencia divina, de una tranquilidad y felicidad indescriptibles.
Se sienten sanar, no sólo alumbrar, los rayos solares, y si se pudieran transcribir al papel todas las sensaciones, lo tomarían a uno como alucinado.
No me importa: si el estudio de la Naturaleza en su esencia es estar loco, querido lector, entonces soy feliz en mi locura y quiero estarlo cada día más.
Comprendí entonces que los libros humanos son nada en comparación con el libro supremo de la Naturaleza y que para el hermético basta y sobra con ese.
Nuestro filósofo alemán, Jacobo Boheme, ¿acaso tuvo otro? y ¿quién de los otros especuladores filosóficos puede compararse con él?
Mi guía, desde entonces, fue la Naturaleza, y dejando todos los maestros, a ella me acojo en sus brazos cariñosos.
Más tarde, en frente de Assmanshausen, a la orilla de nuestro padre Rhin, en el canal Smith, (tierra del Fuego), en el Tirol, en la cordillera Cantábrica de España, en frente de las Cataratas del Niágara, en los Alpes de Suiza y aquí en México, en un pedacito de tierra que ha bautizado el ilustre General Treviño con el nombre de Rincón de María, me sobrevino el mismo fenómeno pero sin que lo provocara: sólo por la meditación.
Tenía pues para mis exigencias de ocultista, un defecto: no lo manejaba, no lo podía producir a voluntad; me faltaba la llave de ese paraíso tan sublime.
Ocultismo, Hermetismo, Martinismo
“A buscarla”, me dije.
Del Perú me dirigí a Europa en una gira de dos años visitando a los principales ocultistas. Asistí como miembro al Congreso Teosófico de Nuremberg, donde leí un trabajo referente a mis estudios sobre el culto del Sol, de los antiguos Incas.
En aquel congreso estreché relaciones, entre otras, con el célebre Doctor Franz Hartmann, autor de notables obras sobre Teosofía. La clave que buscaba, sin embargo, no la conseguí. Me dirigí a conocer otro país de mis aspiraciones, la patria de Cuauhtémoc.
El destino quiso que al poco tiempo regresara a París. Si bien obligaciones perentorias me reclamaban durante el día, la noche me quedaba libre e ingresé como alumno a la Escuela Hermética, en la cual más tarde, me entregó su director el diploma que acredita mi doctorado en Kábala.
El Doctor Encausse (Papus), una de las lumbreras médicas laureado en los hospitales de París, ex médico agregado a la corte del Zar de Rusia, discípulo de Eliphas Levi y de Phillip, autor de más de treinta obras universalmente conocidas y a quien conocen en París por el Mago Papus, me dio lo que anhelaba induciéndome en la verdadera senda de la iniciación; me dio las claves que ponen al hombre conscientemente en los dinteles del mundo invisible, el anfiteatro de la mansión de los llamados muertos.
Lo poco que he experimentado, por insignificante que pueda ser mi saber, no lo quise guardar egoístamente pues, si bien no tiene nada de nuevo para algunos, sé que es útil para muchos.
Desde mis primeros estudios hasta hace algunas semanas que principié mis conferencias, que hoy se publican, he llenado muchos cuadernos de apuntes y a medida que voy avanzando tomaré material de ellos.
Mis conferencias encierran la clave de todo, pero no la entregaré al lector, porque no puedo ni debo darla masticada para que sólo le quede el trabajo de deglutir, sino velada.
El hombre que no la encuentre es que aún no le sirve ni la merece.
Entre mis apuntes he consignado aquí y allá algún párrafo de un autor de mi agrado, omitiendo a veces el anotarlo; y si se me han pasado en mis conferencias queda avisado.
En la segunda, hay algo de las conferencias esotéricas de Papus.
Después de establecer la Orden Martinista aquí, en México, nos hemos unido un grupo de ocultistas para seguir los estudios. El objeto principal es indagar hasta dónde pueden unirse las observaciones y experiencias de cada uno a los preceptos de las ciencias exactas y aceptadas.
Es peligroso para aquellos seres desprovistos de una instrucción sólida, perderse en el misticismo; pero no lo es para el que está acostumbrado a la lectura y estudio de las ciencias positivas.
Si hemos tenido ocasión de ver algo en el mundo síquico, tenemos el valor suficiente para confesarlo, no para hacer bombo con lo maravilloso, sino para invitar a los hombres de ciencia al estudio de esas fuerzas tan poco conocidas, pero todos los días más aceptadas. Los hechos que yo relato no son aislados, muchos otros, entre ellos el sabio químico Crookes, nos dan cuenta de algunos análogos.
No sigamos la rutina sin más estudio que la simple lectura de algunos materialistas que niegan todo; no por el hábito de negar, neguemos con ellos.
No tildemos de loco a un hombre que con sinceridad expone los hechos ofreciéndolos como tema de indagación. Cada uno aporta su grano de arena para fomentar la luz; si mis trabajos cumplen con ese cometido, lo juzgarás tú, lector querido.
Mixcoac, México, 27 de marzo de 1909
HUIRACOCHA
(Arnold Krumm-Heller) »
(Nota: esta autobiografía solo abarca la primera mitad de su vida, debido a que en 1909, Krumm-Heller tenía 33 años y él murió a los 73 años en 1949.)