¿Existen enfermedades por hechicerías?
R.- El mundo está lleno de eso distinguida señorita; podría citar innumerables casos, pero no cabrían dentro del marco de este libro que estamos terminando. Ante todo debo decirle que lo primero que se necesita es el diagnóstico exacto; sólo así es posible curar.
Desafortunadamente son muy raros los curanderos que de verdad saben diagnosticar una enfermedad ocasionada por hechicerías. Voy a citar un caso muy especial relatado por el Sabio Waldemar, ya entre comillas porque no me gusta adornarme con plumas ajenas, mas como es realmente sensacional, es bueno que nuestros lectores lo conozcan.
Uno de los casos más interesantes de celos vampirescos lo experimentó el investigador oculista francés Eliphas Levi (abate Constant). Durante su estancia en Londres trabó Levi amistad con un joven duque, en cuya casa estaba invitado casi cada día. Hacía poco que el duque se había casado con una joven y extraordinariamente bella princesa francesa y que por cierto que contra el deseo de su familia protestante, ya que la joven era católica practicante.
El duque, como pudo comprobarlo Levi, había levado durante largos años una vida un tanto frívola, por no decir libertina, teniendo por mucho tiempo por amante a una joven italiana, bailarina de ballet, hasta que por fin la dejó, puesto que en realidad sólo amaba por entero a su esposa.
Cierta tarde enfermó la duquesa, por lo que tuvo que guardar cama, los médicos diagnosticaron un principio de embarazo, pero luego se mostró que la debilidad que padecía debía tener por origen otra causa. Y a pesar de que el duque llamó a consulta a los más famosos médicos de Londres, éstos se vieron ante un enigma. Fueron empleados los más diversos remedios, mas sin éxito alguno.
Frecuentaba también el palacio del duque un anciano abate francés, que conocía ya a la princesa de París, y quien halló especial agrado en conversar con Eliphas Levi sobre problemas metafísicos, por los que él también se interesaba desde décadas, y no solo teóricamente.
Cierta noche se quedaron ambos a solas en el salón, pues el duque, preocupado, había ido al lado de su mujer enferma. Era una noche fría y húmeda; fuera ondeaba la célebre niebla londinense que empañaba la luz de los faroles. De pronto, el abate se asió de una mano a Levi y dijo con voz queda:
«Escuche, querido amigo, desearía hablar de algo usted. ¿Puedo estar seguro de su entera discreción?» Levi respondió afirmativamente, y el Abate prosiguió: «Tengo todos los motivos para suponer que la enfermedad de la duquesa no es natural. Conozco a Mildred desde niña y siempre fue la muchacha más sana que usted se pueda imaginar. Mas ahora languidece y se debilita de día en día; parece como si de desangrara misteriosamente».
¿Cree usted que se halla bajo el influjo de algún poder oscuro?
¿Qué hay en juego algún sortilegio? -Preguntó Levi.
-Puedo fiar muy bien de mi voz interior, y por ello casi me atrevería a decir que en esa enfermedad hay algo que no va como debe. ¿Quiere usted ayudarme a romper el ensalmo?
-Con mucho gusto. -Bien, en tal caso no debemos perder tiempo. Le agradecería que media hora antes de la media noche viniese a mi domicilio para una conjuración en compañía. Intentaré interpelar al poder tenebroso. Acaso nos llegue una respuesta del más allá...
Tras esta conversación, Eliphas Levi tomó un coche de punto y se trasladó a su domicilio, donde hubo de lavarse, afeitarse y mudarse de ropa de cabeza a pies, pues los espíritus de la zona media, que eran los que pensaba invocar el Abate, exigían de sus conjuradores la más escrupulosa limpieza. También el traje debía estar de acuerdo con su naturaleza; no soportaban ningún tejido de animal, por lo que quedaban descartados los de lana, así como los zapatos de piel.
Debido a que la casa del Abate se hallaba al Nordeste, en Hampstead Heath, y Eliphas vivía en la plaza Russel, o sea que era considerable la distancia entre ambos lugares, Eliphas debió hacer su aseo a fondo con cierta prisa si quería estar a la hora convenida con el Abate. A unos cuarenta minutos antes de la medianoche llegó a Hampstead Heat. El Abate en persona, todo de blanco, le abrió la puerta y lo condujo por una elevada escalinata a un aposento que se hallaba a un extremo del corredor del primer piso. Aquí, los ojos de Eliphas debieron primero acostumbrarse a la oscuridad: llamas azuladas y temblorosas despedían un incienso oliendo a ámbar y almizcle.
A la incierta luz, Eliphas observó una gran mesa circular que se hallaba en el centro de la habitación, y plantado sobre ella, el crucifijo invertido, símbolo del falo. Junto a la mesa se encontraba un hombrecillo delgado. «Es mi criado -cuchicheó el Abate-. Ya sabe usted que es indispensable la cifra tres para estas conjuraciones. Comience usted con la primera invocación». Esta invocación por parte del Abate era más que una cortesía, pues las potencias de la zona media podrían enojarse y vengarse sobre el dueño de la casa, hasta acarrénadole la muerte, caso de que permitiera rebajar la armonía de su esfera por un intruso incompetente.
El ceder, pues, así la invocación al amigo, era muestra de que consideraba a Eliphas como maestro de primera categoría en la magia. Y la tal suposición era en verdad justificada. Si alguien podía ejecutar con éxito, con frente despejada y sin temor, puro corazón y una voluntad fortalecida por numerosas pruebas, las milenarias ceremonias de la magia sagrada, era este hombre, que en el reino de los espíritus ejercía tanto dominio como en el de sus criaturas encarnadas y adeptos.
Entre el velo de humo, Eliphas tendió la mano instintivamente a la izquierda; allá debía hallarse el recipiente con el agua bendita que debía haber sido sacada, en una noche de plenilunio, de una cisterna y velándose, orando sobre ella durante veintiuna noches. Ahora hizo una aspersión a los cuatro ángulos de la habitación; el Abate hacía de acólito y ondeaba el incensario. En el humo comenzaron a forjarse raras figuras y, al mismo tiempo, les pareció como si un frío helado brotara del suelo y les llegara hasta la punta del pelo, dificultándoles la respiración. Eliphas Levi profirió ahora con más fuerza las palabras de invocación. Súbitamente parecieron retirarse las paredes de la habitación, y como si se abriese un abismo ante ellos, amenazando engullirles, infinito y astral: brillaron resplandores de destellante luminosidad, y se cubrieron los ojos para no ofender, por una mirada indiscreta, al espíritu invocado.
Con voz recia preguntó Levi la causa de la enfermedad de la duquesa Mildred. No recibió respuesta. Los vahos de humo se espersaron de tal modo que amenazaban con privar los sentidos. Precipitándose a la ventana, Eliphas oyó súbitamente una voz, la cual, aunque era fuerte y resonante, parecía salir de los más profundo de sí mismo y llenar todo el espacio de su alma. Lo que la voz le gritó era tan espantoso, que sus piernas se negaron a moverse, y se quedó como petrificado en el mismo sitio en que estaba.
El Abate fue ahora quien se precipitó a su lado junto a la ventana, pero sus manos temblorosas, sin fuerzas, no lograron abrir el pasador. El criado, que había asistido pasivamente a la invocación yacía desmayado en el suelo. Eliphas salió por fin de su entumecimiento y rompió el cristal con el crucifijo, absorbiendo con fruición, en compañía del Abate, el aire fresco de la noche, especialmente él, que bañaba, por decirlo así, se febril cabeza en la húmeda niebla. Por todos sus nervios recorría la espantosa acusación que el misterioso espíritu había lanzado con claridad inequívoca contra él. Cuando por fin se recobró algo, se volvió a la habitación. El humo se había disuelto entretanto, y la lamparilla seguía ardiendo tenuemente. El Abate, palidísimo, contemplaba a Eliphas con ojos dilatados, y balbuceó: «¿Es usted realmente culpable, amigo mío? ¡No puedo creerlo».
-Así que ha oído usted la respuesta del espíritu?
El Abate dejó caer la cabeza, como abrumado, en gesto de asentimiento: «...Sí...» -musitó apenas perceptiblemente.
-Le juro a usted- Manifestó con vehemencia Levi -que he tomado el símbolo con manos puras, que en mi vida cometí jamás un crimen! ¡Le juro a usted que no estoy manchado de sangre! Al decir estas palabras, se acercó más a la lámpara, de manera que el resplandor de ésta cayó de lleno sobre él. Espantado, señaló ahora el Abate con el dedo a la mandíbula y pechera de la camisa de Eliphas. Ahí... mírese usted mismo al espejo... dijo, tomando de la mano a su amigo y conduciéndolo ante un gran espejo de pared que pendía en una habitación contigua. Y allá comprobó
Eliphas un rasguño en su barbilla, con unas gotitas de sangre seca; también en su camisa aparecen otras gotitas. Debió haberse cortado al afeitarse tan apresuradamente... Así la respuesta del espíritu se explicaba perfectamente: «Yo no hablo con un manchado de sangre». Levi sintió como si su corazón se aligerara en muchas arrobas; el Abate parecía, no obstante, más abrumado y se había dejado caer sobre un sofá; contraíanse convulsivamente sus hombros y escondía el rostro entre las manos. Levi intentó calmar al anciano, pero éste le rechazó diciendo:
«Se trata de la pobre Mildred; cada hora consume su vida. De no ser así, podríamos invocar de nuevo al espíritu en tres veces veintiún días, con la debidas ofrendas y plegarias... pero es demasiado tiempo, pues en el interin morirá Mildred».
Levi no supo que responder y se cernió un silencio denso, que corto el Abate al levantarse y caminar con pasos un tanto vacilantes de un lado a otro de la sala: «¡Cueste lo que cueste, debo obtener una respuesta... a cualquier precio! ¡prométame, amigo mío, que no me abandonará!».
Una vaporosa determinación se leía en la mirada del anciano; para tranquilizarle, Eliphas respondió:
-Le dí mi palabra de ponerme a su disposición como mago. Y puesto que el objetivo no ha sido logrado aún, mantengo la palabra dada.
«Entonces, quédese aquí; dentro de doce horas efectuaremos otra conjuración; invocaré a los espíritus de la zona baja...»
«Eliphas se sobresaltó; ¿Se había vuelto loco el viejo? Usted... ¿qué dijo? ... un hijo de la Iglesia quiere entrar en contacto con los espíritus infernales? ¡No, eso no está ni siquiera en la intención de la devota duquesa! Renuncie a ello, no arriesgue su alma.
(Es ostensible que invocar Demonios es Magia Negra. Resulta palmario que la Magia Negra trae hambre, desnudez, enfermedades y calamidades físicas y morales).
«Había tal glacial decisión en las palabras y ademanes del Abate, que Eliphas sintió que toda réplica sería vana. Y contra su voluntad, aunque por lealtad a la palabra dada, aceptó el requerimiento de su amigo».
«Quedóse como huésped en la casa y, tras la extraordinariamente tensa y fatigosa conjuración anterior, durmió tan pesada y profundamente que se despertó tarde en la mañana». «El día pasó en las debidas purificaciones y plegarias. Por la noche, Eliphas recibió la ropa apropiada para el servicio del Diablo, y los requisitos. Como ya antes le había manifestado el Abate que, aunque le asistiría como acólito, no tomaría parte activa en la invocación; vistióse también con el ropaje prescrito».
(Lo que sucedió después, es algo que francamente de ninguna manera quiero transcribir porque hay responsabilidad en la palabra; es preferible en este caso callar. «El silencio es la elocuencia de la
Sabiduría).
(Es palmario que si uno transcribe párrafos tenebrosos, se convierte en cómplice del delito; eso es tanto como enseñar a las gentes magia negra).
(Afortunadamente los invocadores del presente relato, no lograron hacer visibles y tangibles a los Demonios invocados).
(Lo único que consiguieron fue que brotara de entre la pared una salamandra o pequeña criatura inocente del fuego).
«El Abate, haciendo acopio de todas sus fuerzas, preguntó por la dolencia de la Duquesa». «¡Batracios! -dijo la salamandra con voz infantil, y en el mismo instante desapareció». «Eliphas vio entonces como el Abate se tambaleaba y se desplomaba al suelo». «Eliphas tomó en sus brazos su magro cuerpo y lo llevó al dormitorio, donde desnudando al anciano le puso en la cama, yendo luego a buscar al criado que trajese algún reconfortante. Al volver, se encontró con que el Abate había vuelto en sí por completo, mas su aspecto era el de un hombre abatido que parecía haber envejecido muchos años.
(Es obvio que el Abate estaba haciendo esfuerzos sobrehumanos por salvar a la duquesa).
¡Todo inútil! -dijo con voz feble- ¡la pobre Mildred habrá de morir! ¡Mi alma..., oh, mi alma...!¿Qué quiere decir batracios?
-Sólo sé- respondió Eliphas - que es una palabra griega que significa rana.
No tardó en venir el criado con vino y bizcochos, pero el Abate rechazó todo alimento; Eliphas tomó algo e intentó arrancar de su desesperado letargo a su amigo, mas fue inútil que pretendiera reanimarlo. Y con el corazón oprimido se trasladó a su domicilio.
Al día siguiente fue a informarse de cómo se encontraba el Abate y la duquesa. Mildred iba cada vez peor. El médico de cabecera daba por descontado su óbito.
También el Abate se hallaba en grave estado; se negaba a todo alimento, no respondió al principio a las preguntas del amigo, y le manifestó después que pensaba poner fin a sus días mediante la inanición. Hondamente entristecido se despidió Levi, preocupándole mucho las trágicas consecuencias del precaminoso conjuro.
Durante las dos tardes siguientes, se sumió de nuevo en sus acostumbrados estudios y, mientras leía el Enriquiridion de León III, se detuvo en un punto en el que, por medio de la clave de Trithenus, se descifraba del escrito esotérico Kabalístico lo siguiente: «Un apreciado encantamiento maléfico es el de la rana».
(Nos abstenemos de entregar la fórmula secreta del sapo para no dar armas a los criminales perversos de la Magia Negra).
Como un relámpago atravesó la mente de Eliphas, y sin cerrar siquiera el libro, se puso el sobretodo y lanzóse a través de las calles de Londres, que se iban sumiendo en el crepúsculo vesperal. Por fin halló un carruaje y le pareció insoportablemente largo el tiempo que tardó en llegar al palacio del Duque. Rostros llorosos le recibieron en él: «La duquesa se encuentra en agonía; se le administran los últimos sacramentos...», le informaron.
«¡Yo puedo salvarla!», clamó Eliphas; y apartando a los pasmados criados se precipitó a la habitación de Mildred, donde halló al Duque. Con jadeante respiración, Eliphas le suplicó: «Me conoce usted lo bastante para saber que soy de su confianza. Créame, pues, que no se ha perdido aún toda la esperanza. En tanto viva la duquesa no hay por qué desesperar. Pero le ruego me deje a solas con ella, y por amor de Dios, no me pregunte nada..., tenga confianza en mí! Aunque atónito y confuso al extremo, el duque accedió al deseo de Eliphas, pidiendo a los presentes en la estancia: un médico, un sacerdote y una doncella de la paciente, que la abandonaran. Una vez solo, Levi cerró la puerta tras sí y se aproximó al lecho de la princesa. «Ya me lo suponía», murmuró al ver a Mildred sumida en una especie de catalepsia con los ojos e blanco. Sus labios estaban morados y respiraba con suave estertor.
Inmediatamente puso Levi manos a la obra y comenzó a levantar el entarimado del umbral, pero la madera se resistió a sus temblorosos dedos. Sacó su navaja de bolsillo, cuya hoja rompió en su frenético intento. Finalmente, y con desesperada fuerza, logró levantar el listón. Le sangraban los dedos, pero su esfuerzo había sido baldío... ¡Nada había oculto allá! Levantó luego las alfombras...
¡Tampoco! volvió a mirar a la duquesa, quien respiraba dificultosamente, y reparó en que su mano izquierda pendía singularmente contraída a un lado.
«La cama», pensó Levi. Y en la incertidumbre de buscar ahora en el debido sitio, alzó a la enferma de su lecho y la depositó tan suavemente como pudo sobre una atomana que había contra la pared. Dedicóse seguidamente, con creciente excitación, a revolver mantas y almohadas... más nada... nada de nuevo. Sacó el colchón y lodeshizo; tanteó, palpó, hurgó su crin... y... sus dedos tropezaron con un objeto blanduzco, esponjoso; lo asió, lo sacó.. y en efecto, aquello era lo que buscaba... se precipitó fuera de la habitación, probó alduque tras breve explicación que pusiera a su disposición un carruaje y trasladándose en él con la mayor rapidez a su domicilio, llegado al cual se puso de nuevo a la tarea, quemando, en las llamas de pez y azufre, a la bestia infernal, siguiendo al pie de la letra la prescripción del Enquiridión. Abrió la ventana de su habitación de par en par, a fin de que desapareciera el mal olor, y abrumado por un enorme cansancio, echóse vestido como estaba en su cama, sumiéndose al instante en profundo sueño.
Al día siguiente fue recibido como un salvador en el palacio del Duque. De manera pasmosa, y en lo absoluto incomprensible para los médicos, el estado de salud de la joven duquesa había mejorado a tal punto, que podía ya hablarse de una franca superación de la crisis.
El mismo día 28 de octubre de 1865, Londres se impresionó con la sensacional noticia de que la Diva del Ballet María Bertin, había fallecido repentinamente sin enfermedad alguna, mas esta noticia no fue la única; pocas horas después era también arrebatada por la muerte una próxima pariente del duque, vieja solterona, que había sido apasionada enemiga de Mildred y que en vano había intentado impedir e lmatrimonio del Duque con la Princesa Católica.
Samael Aun Weor