Por Esteban Fresno
Concepto de Fe
La palabra fe proviene del latín fides, que significa creer. Fe es aceptar la palabra de otro, entendiéndola y confiando que es honesto y por lo tanto que su palabra es veraz. El motivo básico de toda fe es la autoridad (el derecho de ser creído) de aquel a quien se cree. Este reconocimiento de autoridad ocurre cuando se acepta que el o ella tiene conocimiento sobre lo que dice y posee integridad de manera que no engaña.
Se trata de fe divina cuando es Dios a quien se cree. Se trata de fe humana cuando se cree a un ser humano. Hay lugar para ambos tipos de fe (divina y humana) pero en diferente grado. A Dios le debemos fe absoluta porque Él tiene absoluto conocimiento y es absolutamente veraz. La fe, más que creer en algo que no vemos es creer en alguien que nos ha hablado. La fe divina es una virtud teologal y procede de un don de Dios que nos capacita para reconocer que es Dios quien habla y enseña en las Sagradas Escrituras y en la Iglesia. Quien tiene fe sabe que por encima de toda duda y preocupaciones de este mundo las enseñanzas de la fe son las enseñanzas de Dios y por lo tanto son ciertas y buenas.
La fe personal en Jesucristo es la aceptación de su propio testimonio hasta la adhesión y la entrega total a su divina Persona. No es la mera aceptación de que Él existe y vive entre nosotros tan realmente como cuando vivió en Palestina; ni tampoco una adhesión de sólo el entendimiento a las verdades que el Evangelio nos propone, según la autorizada interpretación del Magisterio de la Iglesia. Es algo mucho más existencial y totalizante. Dice el Concilio Vaticano I: La Iglesia Católica enseña infaliblemente que la fe es esencialmente un asentimiento sobrenatural del entendimiento a las verdades reveladas por Dios; pero la fe no sólo es aceptar una verdad con el entendimiento, sino también con el corazón. Es el compromiso de nuestra propia persona con la persona de Cristo en una relación de intimidad que lleva consigo exigencias a las que jamás ideología alguna será capaz de llevar. Para que se dé fe auténtica y madura hay que pasar del frío concepto al calor de la amistad y del decidido compromiso. Por eso una fe así en Jesucristo es la que da fuerza y eficacia a una vida cristiana plenamente renovada, como la que quiere promover el Concilio Vaticano II.
Lo esencial de la fe es aceptar una verdad por la autoridad de Dios que la ha revelado. El que para creer que Jesucristo está en la eucaristía exige una demostración científica, no tiene fe en la eucaristía. Lo único que sí es razonable es buscar las garantías que nos lleven a aceptar que realmente esa verdad ha sido revelada por Dios. Ésos son los motivos de credibilidad. Entre éstos está la definición infalible de la Iglesia que me confirma que una verdad determinada está realmente revelada por Dios. Cuando la Iglesia, ya sea por definición dogmática, ya sea por su Magisterio ordinario y universal, propone a los fieles alguna verdad para ser creída como revelada por Dios, no puede fallar en virtud de la asistencia especial del Espíritu Santo que no puede permitir que la Iglesia entera yerre en alguna doctrina relativa a la fe o las costumbres.
La fe sobrenatural me da la suprema de las certezas, pues no me fío de la aptitud natural del entendimiento humano para conocer la verdad, ni de la veracidad de un hombre, sino de la ciencia y veracidad de Dios. Porque creo en Cristo, me fío de su palabra. Acepto a Cristo como norma suprema, y todo lo valoro como lo valora Él. Los hechos son la expresión del nivel de fe de una persona. No hay posible aceptación del programa de Jesús si no es mediante el lenguaje de los hechos. Seguir a Jesús quiere decir escuchar sus palabras, asimilar sus actitudes, comportarse como Él, identificarse plenamente con Él. Los que siguen a Jesús de verdad quieren parecerse a Él, se esfuerzan en pensar como Él, haciendo las cosas que le gustan a Él. Desean obrar bien, ayudar a los demás, perdonar, ser generosos y amar a todos. Tener fe lleva consigo un estilo de vida, un modo de ser.
La fe es esencialmente la respuesta de la persona humana al Dios personal, y por lo tanto el encuentro de dos personas. El hombre queda en ella totalmente comprometido. La fe es cierta, no porque implica la evidencia de una cosa vista, sino porque es la adhesión a una persona que ve. La transmisión de la fe se verifica por el testimonio. Un cristiano da testimonio en la medida en que se entrega totalmente a Dios y a su obra. Normalmente, la verdad cristiana se hace reconocer a través de la persona cristiana. El que no tiene fe no entiende al que la tiene, y sabe estimar los valores eternos. Es como hablarle a un ciego de colores.
B. Enseñanza bíblica sobre la fe
En su sentido bíblico la fe puede describirse como la plena adhesión del intelecto y de la voluntad a la palabra de Dios. Las dos facetas del verdadero creyente son: confianza en la persona que revela, y adhesión del intelecto a sus signos o palabras. En la literatura sapiencial la fe aparece necesaria e indispensable; la verdadera sabiduría incluye la fe. Las facultades intelectuales del hombre están encauzadas en una búsqueda de Dios.
En los Evangelios, la fe se desenvuelve con la revelación del Reino de Dios, cuyo fundamento es Jesús mismo. Este revela la doctrina de su Reino como quien tiene autoridad (Mt 7,v.7; Mc 1,v.22; Lc 4,v.32), y sus milagros la confirman. Sin embargo, Cristo deja claro que hace falta la gracia del Padre para tener esta fe en Él (Mt 11,v.25.v.27par.). Esa gracia y correspondencia de la fe en Jesús, como Mesías, se refleja perfectamente en la confesión de San Pedro (Mt 16,v.16-18). La fe del centurión está considerada por el mismo Jesús como maravillosa (Mt 8,v.10; Lc 7,v.1-10), precisamente porque el centurión sabía lo que era la autoridad del que revela, y sólo tuvo que oír la palabra de autoridad para creer firmemente en su resultado: "Pero di sólo una palabra y mi siervo será sano" (Lc 7,v.7). El modelo de la fe es la Virgen María: ella cree enseguida y deja obrar a Dios, según su palabra; Isabel le dirá "Dichosa la que ha creído en la palabra de su Señor" (Lc 1,v.45). Si la Encarnación fue el comienzo, el hecho central y raíz de la fe evangélica es la Resurrección de Cristo, que inspirará toda la presentación de Jesús en otros escritos neotestamentarios (Hechos, Epístolas, Apocalipsis).
El libro de los Hechos proclama aquella realidad de Cristo resucitado, tanto con obras como con palabras. En el discurso de San Pedro se manifiesta ese valor testimonial de la fe: "Nosotros somos testigos de estas cosas, con el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que son dóciles" (Act 5,v.32). En repetidas ocasiones los Apóstoles aparecen como mártires, testigos apoyados en la verdad de Cristo y su Espíritu (Act 10,v.39-42; 13,v.31; 22,v.15; 23,v.11). La fe que proponen a judíos y gentiles se confirma con signos y milagros (Act 2,v.22; 5,v.12; 14,v.3), entre los cuales se nota en primer plano la curación de un cojo por Pedro "en nombre de Jesucristo Nazareno" (Act 3,v.6). La fe en Jesús lleva a una transformación de la vida y una comunión entre creyentes, viviendo juntos y compartiendo todo (Act 2,v.44). Su fidelidad se manifiesta en su perseverancia en la enseñanza de los Apóstoles, en la unión, en la fractio panis, y en las oraciones (Act 2,v.42).
En la epístola a los Hebreos (cap. 11) se da lo que podemos llamar una definición de la fe, junto con una exégesis de cómo la vivían los protagonistas del Antiguo Testamento. "La fe (pistis) es la garantía (hypostasis) de lo que se espera, la prueba de las cosas que no se ven" (11,v.1). Literalmente la palabra griega hypostasis se traduce mejor por el término latino substancia. En este sentido la fe es lo que está debajo de (o subyace a) toda nuestra esperanza; se refiere fundamentalmente a lo que no se posee, pero que se espera. Siendo el principio de nuestra esperanza, nos capacita para saber que el mundo ha sido creado por la Palabra de Dios (11,v.3), y que Dios remunera a quienes le buscan (11,v.6). También se repite un tema implícito en todo el Antiguo Testamento, el cual fundamenta la misma justificación del hombre: sin la fe es imposible agradar a Dios (11,v.6).
C. La fe, fundamento de la vida cristiana
Desde el comienzo de su ministerio, Jesús pedirá a sus oyentes creer en la Buena Nueva (Mc 1,v.15) y presenta siempre la fe como condición indispensable para entrar en el reino de los cielos. Ya se trate de la curación corporal (Mt 9,v.22; Mc 10,v.52; Io 11,v.25-27, etc.), ya se trate de los milagros que Cristo realiza (cfr. Mt 13,v.28), la fe es la que todo lo obtiene. Por eso, los Apóstoles ponen esta condición: "cree en el Señor y serás salvo" (Act 16,v.31).
La fe divide a los hombres en función de su destino eterno: "el que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará" (Mc 16,v.15 ss.; Io 13,v.18); se trata pues, de una condición indispensable y radicalmente necesaria para el estado de gracia: "Sin fe es imposible agradar a Dios" (Heb 11,v.6); "la fe es fundamento de la salvación" (Heb 11,v.1).
En la enseñanza de San Pablo se ve cómo la justificación nace de la fe, se realiza por medio de la fe, reposa en la fe (Rom 1,v.17; 3,v.22 ss.; 5,v.1; Gal 2,v.10; 3,v.11; Philp 3,v.9). La fe es necesaria para la salvación y así lo ha expresado el Magisterio de la Iglesia. El Concilio de Trento afirma que la fe es "inicio de la salvación humana, fundamento y raíz de toda justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios y llegar al consorcio de hijos de Dios" (Dz-Sch 1532); y el Concilio Vaticano I, recogiendo esas mismas palabras, añade: "de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella y nadie alcanzará la salvación eterna si no perseverase en ella hasta el fin" (Dz-Sch 3012).
La teología, distinguiendo un hábito de fe (fe habitual) concedido por la gracia santificante (también a los niños, por medio del Bautismo), y un acto de fe (fe actual), necesario para aquellos que son capaces de obrar moralmente (porque tienen uso de razón), expresa esa radicalidad de la fe en la vida cristiana con esta tesis: la fe es necesaria con necesidad de medio para la justificación y para la salvación eterna, de tal modo que sin ella nadie puede salvarse; en el caso de todos los hombres en general (incluidos niños), se trata de la fe habitual, y en el caso de los que tienen uso de razón, de la fe actual. De modo que los niños, para salvarse, necesitan de la fe habitual conferida por la gracia santificante (de ahí la obligación de administrar el Bautismo cuanto antes sea posible), y los adultos necesitan el acto de fe para entrar en el reino de los cielos.
Una dificultad se plantea, sin embargo, con los que ignoran invenciblemente, sin culpa, el Evangelio, porque a ellos no ha llegado la predicación o por otras razones. Estos, ¿necesitan también la fe para salvarse? Ciertamente; lo que ocurre es que no hay que identificar la necesidad de la fe con la necesidad de aceptar explícitamente todo el Evangelio. Este tema ha sido afrontado repetidas veces por el Magisterio, y resuelto: cfr. Dz 1645-1647; Dz-Sch 2865-2867; 2915-2917. El Concilio Vaticano II ha recogido claramente la doctrina sobre este punto (Lumen gentium, nn. 14-16; Ad gentes, n. 7).
Supuesta la necesidad de la fe, la Moral se ha preguntado cuáles son las verdades que se deben creer, como absolutamente indispensables, para la salvación. Explícitamente, hay que creer, al menos que Dios existe y es remunerador (cfr. Heb 11,v.6) y a esas verdades se añaden, para los que quieren ser admitidos en el cristianismo, la fe en la Trinidad y en la Encarnación de Cristo (cfr. Simbolo Quicumque: Dz-Sch 75-76; 2164; 2380-81). Aunque esta segunda parte ha sido ocasión de disputas teológicas, es obvio que tratándose de temas tan importantes en los que está en juego la propia salvación, hay que estar por la opción más segura.
Pero aparte de las verdades necesarias mínimas, el cristiano tiene el grave deber de conocer todas las verdades reveladas por Cristo y propuestas por la Iglesia; ésta, desde el principio, procuró expresar en conceptos el contenido de la fe y así surgieron los Símbolos. Se considera deber grave el conocimiento del Credo, del Decálogo, Sacramentos y oración dominical. Pero, implícitamente, se debe creer toda la Revelación, es decir, lo que Dios ha manifestado a los hombres y ha sido propuesto por la Iglesia para creer: "Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal Magisterio" (Dz-Sch 3011).
La fe, además de la actitud personal de entrega a Dios, tiene un contenido objetivo, que reúne un conjunto de verdades, que el hombre debe aceptar: es un cuerpo de doctrina (verdades sobrenaturales e incluso naturales), que se deben conocer y vivir. Es lógico que el grado de conocimiento venga determinado por la capacidad de cada cristiano, aunque la Iglesia, como se ha visto, considera necesarias un mínimo de verdades, que deben conocerse para poder salvarse. Los laicos necesitan, dice el Concilio Vaticano II, "una sólida preparación doctrinal, teológica, moral, filosófica, según la diversidad de edad, condición y talento" (Apostolicam actuositatem, 29).
Pues bien, el cristiano, una vez aceptado globalmente todo el contenido de la fe, ha de procurar conocer y estudiar, a la luz de la razón ilustrada por esa misma fe, lo que Dios ha revelado. De acuerdo con su edad, nivel cultural, etc., tiene el deber de adquirir una sólida formación doctrinal-religiosa, de llegar a un conocimiento cada vez más serio y hondo de las verdades de la fe.
D. Obligación de profesar, conservar y extender la fe
El cristiano tiene el deber de dar testimonio de su fe, como se afirma frecuentemente en el Nuevo Testamento: "el que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre" (Mt 10,v.32; cfr. Lc 9,v.6; Rom 10,v.10). La Iglesia siempre lo consideró un deber, y los mártires (testigos) son demostración palpable de ese convencimiento.
Este deber tiene dos aspectos: uno negativo, que exige no renegar de la propia fe; y otro positivo, que obliga a confesarla públicamente en determinadas circunstancias, concretamente, "siempre que el silencio, la tergiversación o la manera de obrar lleven consigo la negación implícita de la fe, desprecio de la religión o escándalo del prójimo" (CIC, c. 1325). La confesión pública es necesaria cuando se es interrogado por pública autoridad (cfr. Dz-Sch 2118), o cuando se deben cumplir determinados deberes religiosos (contraer matrimonio, por ejemplo); también cuando lo exige el bien de la propia alma o el bien espiritual del prójimo, en aquellos casos, sobre todo, en los que el silencio podría poner en peligro la propia fe o producir escándalo. Existe también ese deber cuando, por ley eclesiástica, se manda una profesión de fe en ciertas circunstancias: conversión a la Iglesia católica, Bautismo, orden sacerdotal, promoción a la Jerarquía eclesiástica, etc. (cfr. CIC, c. 1406, 2314). Sólo cuando haya graves motivos, causa justa y proporcionada, se puede ocultar la propia fe o la pertenencia a la Iglesia (convertidos en ambiente hostil, épocas de persecución, etc.). Y aun en esos casos, si se hace mediante negación implícita o con escándalo para el prójimo, esa ocultación puede ser pecaminosa.
El cristiano debe dar constantemente testimonio de su fe: "Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo" (Mt 5,v.16). "Su fe no sólo debe crecer, sino manifestarse; debe llegar a ser ejemplar, comunicativa, informada por la expresión que muy justamente llamamos testimonio" (Pablo VI, aloc. 14-XII-1966).
E. Actos de fe
El acto de fe es el asentimiento de la mente a lo que Dios ha revelado. Un acto de fe sobrenatural requiere gracia divina. Se da bajo la influencia de la voluntad la cual requiere la ayuda de la gracia. Si el acto de fe se hace en estado de gracia, es meritorio ante Dios. Actos explícitos de fe son necesarios, por ejemplo, cuando la virtud de la fe está siendo probada por la tentación o cuando nuestra fe es retada o cuando estamos ante actitudes mundanas contrarias a la fe. Estas situaciones debilitarían nuestra fe si no recurrimos a un acto de fe. Un ejemplo de acto de fe: "Dios mío, yo creo en Ti y todo lo que nos enseñas en Tu Iglesia, porque Tu los has dicho y tu palabra es veraz". El acto de fe no siempre se vocaliza. En muchas situaciones lo hacemos y está siempre latente en nuestro corazón.
La fe inicia nuestra relación personal con Dios. Concilio Vaticano I: Por la fe quedamos habilitados para confiar todo nuestro ser a Dios, le ofrecemos el homenaje total de nuestro entendimiento y voluntad y asentimos libremente a lo que Dios revela. La fe es un don permanente los que la han recibido bajo el magisterio de la Iglesia no pueden tener jamás causa justa de cambiar o poner en duda esa fe. Debemos:
Tener una fe informada. Para ello es necesario estudiar lo que nuestra fe enseña.
Retener la Palabra de Dios en su pureza. (sin comprometerla o apartarse de ella)
Ser testigos incansables de la verdad que Dios nos ha revelado.
Defender la fe con valentía, especialmente cuando esta puesta en duda o cuando callar seria un escándalo. (Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis Humanae).
Creer todo cuanto Dios enseña por medio de la Iglesia (No escoger según nos guste).
¿Tienen fe los cristianos que no están en comunión con la Iglesia? Sí, tienen fe en Dios y conocen muchas de las verdades que El nos ha revelado. Pero no tienen fe en todo lo que El ha revelado.
Es muy fácil decir "Creo"; pero nuestras obras deben ser la prueba irrebatible de la fortaleza de nuestra fe. Convenzámonos de una vez que la ley de Dios no se compone de arbitrarios "haz esto" y "no hagas aquello", con el objeto de fastidiarnos. La ley de Dios es expresión de su sabiduría y su amor infinitos dirigidos al hombre para que éste alcance su fin y su perfección. Cuando adquirimos un aparato doméstico del tipo que sea, si tenemos sentido común lo utilizaremos según las instrucciones de su fabricante. Damos por supuesto que quien lo hizo sabe mejor cómo usarlo para que funcione bien y dure. También, si tenemos sentido común, confiaremos en que Dios conoce mejor qué es lo más apropiado para nuestra felicidad personal y la de la humanidad.
F. Pecados contra la fe
Al cristiano nunca le es lícita la negación de la propia fe, ni directamente, por palabras, signos, gestos, escritos, ni indirectamente, por aquellas acciones que, sin indicar en sí mismas oposición a la fe, sin embargo, por las circunstancias en que se realizan, podrían interpretarse así; esto ocurre también cuando un creyente niega con su conducta práctica la verdad en la que cree, o cuando con sus acciones (indiferencia, pecados personales) está negando la fe que dice profesar.
El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf. Concilio Trento: DS 1545) Pero, "la fe sin obras está muerta"(St. 2,26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo. El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: "Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia" (LG 42; cf. DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: "Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los Cielos, pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los Cielos"(Mt 10,32-33)
Es éste un problema que en nuestra época adquiere vastas dimensiones, cuando "muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión" (Gaudium et spes, 7) y el ateísmo se convierte en fenómeno de masas. Ciertamente, el hombre por propia culpa puede perder la fe, don de Dios condicionado a una actitud humana de aceptación, de respuesta, de modo que la falta de correspondencia continuada puede llevar a la pérdida de la fe. En este proceso inciden diversas causas, entrecruzándose muchas situaciones y actitudes: la exageración de la libertad, la relatividad histórica, el recelo frente al Magisterio de la Iglesia, los desórdenes morales, las dudas de fe, la influencia del ambiente, etc., unidas gran parte de las veces a la ignorancia religiosa. Entre todas, tal vez la más importante sea el desorden moral. Al estar el acto de fe sostenido por la voluntad y en última instancia por la gracia, es lógico que esté condicionado por las disposiciones morales del sujeto.
También se ha planteado el problema de si la fe puede perderse sin propia culpa:
Doctrinalmente, el problema fue resuelto por el Concilio Vaticano I, que afirma que "los que han recibido la fe bajo el Magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe" (Dz-Sch 3013; 3036). Los teólogos posteriores al Concilio interpretaron el texto unánimemente así: No existe causa objetivamente justa, ni subjetivamente justa, es decir, no hay motivo justo para la persona, que le lleve a abandonar la fe sin pecado.
Los pecados contra la virtud de la fe son de forma y gravedad diversa, y se han dado diversas clasificaciones. Se puede pecar contra la obligación de creer (infidelidad, apostasía), contra la obligación de confesar la fe (ocultación, negación de la fe), contra la obligación de acrecentarla (ignorancia religiosa) y de preservarla de los peligros. También puede pecarse por omisión (por no cumplir el deber de confesarla externamente, por ignorancia de las verdades que deben creerse) y por actos contrarios a esa virtud (pecados de comisión); éstos pueden ser por exceso y por defecto. Hablando propiamente no hay pecados por exceso, ya que no se puede exagerar en la medida de las virtudes teologales, pero se habla así cuando se consideran como objeto de la fe cosas que no caen dentro de él, como ocurre, por ejemplo, en la credulidad temeraria o en la superstición, cuando se cree en falsas devociones, en lugares pseudo- milagrosos, horóscopos, etc.; también entran en este apartado la adivinación y el espiritismo.
Se consideran pecados por defecto la infidelidad, la apostasía y la herejía, y a ellos suelen añadirse el cisma, la indiferencia religiosa, la duda positiva contra la fe y el ateísmo.
La infidelidad es, en general, la ausencia de fe debida; en sentido técnico, es la ausencia de fe en aquellos que todavía no han recibido su hábito mediante el Bautismo (en el Derecho canónico el infiel es el no bautizado). Atendiendo a la culpa moral se habla de infidelidad negativa o material cuando no es culpable por provenir de ignorancia (paganos, por ejemplo), infidelidad privativa debida a negligencia consciente y voluntaria, e infidelidad positiva o formal cuando existe una oposición culpable a la fe. No es siempre fácil decidir a cuál de estas tres especies se reduce la infidelidad de un individuo o de un grupo.
Concepto de Fe
La palabra fe proviene del latín fides, que significa creer. Fe es aceptar la palabra de otro, entendiéndola y confiando que es honesto y por lo tanto que su palabra es veraz. El motivo básico de toda fe es la autoridad (el derecho de ser creído) de aquel a quien se cree. Este reconocimiento de autoridad ocurre cuando se acepta que el o ella tiene conocimiento sobre lo que dice y posee integridad de manera que no engaña.
Se trata de fe divina cuando es Dios a quien se cree. Se trata de fe humana cuando se cree a un ser humano. Hay lugar para ambos tipos de fe (divina y humana) pero en diferente grado. A Dios le debemos fe absoluta porque Él tiene absoluto conocimiento y es absolutamente veraz. La fe, más que creer en algo que no vemos es creer en alguien que nos ha hablado. La fe divina es una virtud teologal y procede de un don de Dios que nos capacita para reconocer que es Dios quien habla y enseña en las Sagradas Escrituras y en la Iglesia. Quien tiene fe sabe que por encima de toda duda y preocupaciones de este mundo las enseñanzas de la fe son las enseñanzas de Dios y por lo tanto son ciertas y buenas.
La fe personal en Jesucristo es la aceptación de su propio testimonio hasta la adhesión y la entrega total a su divina Persona. No es la mera aceptación de que Él existe y vive entre nosotros tan realmente como cuando vivió en Palestina; ni tampoco una adhesión de sólo el entendimiento a las verdades que el Evangelio nos propone, según la autorizada interpretación del Magisterio de la Iglesia. Es algo mucho más existencial y totalizante. Dice el Concilio Vaticano I: La Iglesia Católica enseña infaliblemente que la fe es esencialmente un asentimiento sobrenatural del entendimiento a las verdades reveladas por Dios; pero la fe no sólo es aceptar una verdad con el entendimiento, sino también con el corazón. Es el compromiso de nuestra propia persona con la persona de Cristo en una relación de intimidad que lleva consigo exigencias a las que jamás ideología alguna será capaz de llevar. Para que se dé fe auténtica y madura hay que pasar del frío concepto al calor de la amistad y del decidido compromiso. Por eso una fe así en Jesucristo es la que da fuerza y eficacia a una vida cristiana plenamente renovada, como la que quiere promover el Concilio Vaticano II.
Lo esencial de la fe es aceptar una verdad por la autoridad de Dios que la ha revelado. El que para creer que Jesucristo está en la eucaristía exige una demostración científica, no tiene fe en la eucaristía. Lo único que sí es razonable es buscar las garantías que nos lleven a aceptar que realmente esa verdad ha sido revelada por Dios. Ésos son los motivos de credibilidad. Entre éstos está la definición infalible de la Iglesia que me confirma que una verdad determinada está realmente revelada por Dios. Cuando la Iglesia, ya sea por definición dogmática, ya sea por su Magisterio ordinario y universal, propone a los fieles alguna verdad para ser creída como revelada por Dios, no puede fallar en virtud de la asistencia especial del Espíritu Santo que no puede permitir que la Iglesia entera yerre en alguna doctrina relativa a la fe o las costumbres.
La fe sobrenatural me da la suprema de las certezas, pues no me fío de la aptitud natural del entendimiento humano para conocer la verdad, ni de la veracidad de un hombre, sino de la ciencia y veracidad de Dios. Porque creo en Cristo, me fío de su palabra. Acepto a Cristo como norma suprema, y todo lo valoro como lo valora Él. Los hechos son la expresión del nivel de fe de una persona. No hay posible aceptación del programa de Jesús si no es mediante el lenguaje de los hechos. Seguir a Jesús quiere decir escuchar sus palabras, asimilar sus actitudes, comportarse como Él, identificarse plenamente con Él. Los que siguen a Jesús de verdad quieren parecerse a Él, se esfuerzan en pensar como Él, haciendo las cosas que le gustan a Él. Desean obrar bien, ayudar a los demás, perdonar, ser generosos y amar a todos. Tener fe lleva consigo un estilo de vida, un modo de ser.
La fe es esencialmente la respuesta de la persona humana al Dios personal, y por lo tanto el encuentro de dos personas. El hombre queda en ella totalmente comprometido. La fe es cierta, no porque implica la evidencia de una cosa vista, sino porque es la adhesión a una persona que ve. La transmisión de la fe se verifica por el testimonio. Un cristiano da testimonio en la medida en que se entrega totalmente a Dios y a su obra. Normalmente, la verdad cristiana se hace reconocer a través de la persona cristiana. El que no tiene fe no entiende al que la tiene, y sabe estimar los valores eternos. Es como hablarle a un ciego de colores.
B. Enseñanza bíblica sobre la fe
En su sentido bíblico la fe puede describirse como la plena adhesión del intelecto y de la voluntad a la palabra de Dios. Las dos facetas del verdadero creyente son: confianza en la persona que revela, y adhesión del intelecto a sus signos o palabras. En la literatura sapiencial la fe aparece necesaria e indispensable; la verdadera sabiduría incluye la fe. Las facultades intelectuales del hombre están encauzadas en una búsqueda de Dios.
En los Evangelios, la fe se desenvuelve con la revelación del Reino de Dios, cuyo fundamento es Jesús mismo. Este revela la doctrina de su Reino como quien tiene autoridad (Mt 7,v.7; Mc 1,v.22; Lc 4,v.32), y sus milagros la confirman. Sin embargo, Cristo deja claro que hace falta la gracia del Padre para tener esta fe en Él (Mt 11,v.25.v.27par.). Esa gracia y correspondencia de la fe en Jesús, como Mesías, se refleja perfectamente en la confesión de San Pedro (Mt 16,v.16-18). La fe del centurión está considerada por el mismo Jesús como maravillosa (Mt 8,v.10; Lc 7,v.1-10), precisamente porque el centurión sabía lo que era la autoridad del que revela, y sólo tuvo que oír la palabra de autoridad para creer firmemente en su resultado: "Pero di sólo una palabra y mi siervo será sano" (Lc 7,v.7). El modelo de la fe es la Virgen María: ella cree enseguida y deja obrar a Dios, según su palabra; Isabel le dirá "Dichosa la que ha creído en la palabra de su Señor" (Lc 1,v.45). Si la Encarnación fue el comienzo, el hecho central y raíz de la fe evangélica es la Resurrección de Cristo, que inspirará toda la presentación de Jesús en otros escritos neotestamentarios (Hechos, Epístolas, Apocalipsis).
El libro de los Hechos proclama aquella realidad de Cristo resucitado, tanto con obras como con palabras. En el discurso de San Pedro se manifiesta ese valor testimonial de la fe: "Nosotros somos testigos de estas cosas, con el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que son dóciles" (Act 5,v.32). En repetidas ocasiones los Apóstoles aparecen como mártires, testigos apoyados en la verdad de Cristo y su Espíritu (Act 10,v.39-42; 13,v.31; 22,v.15; 23,v.11). La fe que proponen a judíos y gentiles se confirma con signos y milagros (Act 2,v.22; 5,v.12; 14,v.3), entre los cuales se nota en primer plano la curación de un cojo por Pedro "en nombre de Jesucristo Nazareno" (Act 3,v.6). La fe en Jesús lleva a una transformación de la vida y una comunión entre creyentes, viviendo juntos y compartiendo todo (Act 2,v.44). Su fidelidad se manifiesta en su perseverancia en la enseñanza de los Apóstoles, en la unión, en la fractio panis, y en las oraciones (Act 2,v.42).
En la epístola a los Hebreos (cap. 11) se da lo que podemos llamar una definición de la fe, junto con una exégesis de cómo la vivían los protagonistas del Antiguo Testamento. "La fe (pistis) es la garantía (hypostasis) de lo que se espera, la prueba de las cosas que no se ven" (11,v.1). Literalmente la palabra griega hypostasis se traduce mejor por el término latino substancia. En este sentido la fe es lo que está debajo de (o subyace a) toda nuestra esperanza; se refiere fundamentalmente a lo que no se posee, pero que se espera. Siendo el principio de nuestra esperanza, nos capacita para saber que el mundo ha sido creado por la Palabra de Dios (11,v.3), y que Dios remunera a quienes le buscan (11,v.6). También se repite un tema implícito en todo el Antiguo Testamento, el cual fundamenta la misma justificación del hombre: sin la fe es imposible agradar a Dios (11,v.6).
C. La fe, fundamento de la vida cristiana
Desde el comienzo de su ministerio, Jesús pedirá a sus oyentes creer en la Buena Nueva (Mc 1,v.15) y presenta siempre la fe como condición indispensable para entrar en el reino de los cielos. Ya se trate de la curación corporal (Mt 9,v.22; Mc 10,v.52; Io 11,v.25-27, etc.), ya se trate de los milagros que Cristo realiza (cfr. Mt 13,v.28), la fe es la que todo lo obtiene. Por eso, los Apóstoles ponen esta condición: "cree en el Señor y serás salvo" (Act 16,v.31).
La fe divide a los hombres en función de su destino eterno: "el que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará" (Mc 16,v.15 ss.; Io 13,v.18); se trata pues, de una condición indispensable y radicalmente necesaria para el estado de gracia: "Sin fe es imposible agradar a Dios" (Heb 11,v.6); "la fe es fundamento de la salvación" (Heb 11,v.1).
En la enseñanza de San Pablo se ve cómo la justificación nace de la fe, se realiza por medio de la fe, reposa en la fe (Rom 1,v.17; 3,v.22 ss.; 5,v.1; Gal 2,v.10; 3,v.11; Philp 3,v.9). La fe es necesaria para la salvación y así lo ha expresado el Magisterio de la Iglesia. El Concilio de Trento afirma que la fe es "inicio de la salvación humana, fundamento y raíz de toda justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios y llegar al consorcio de hijos de Dios" (Dz-Sch 1532); y el Concilio Vaticano I, recogiendo esas mismas palabras, añade: "de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella y nadie alcanzará la salvación eterna si no perseverase en ella hasta el fin" (Dz-Sch 3012).
La teología, distinguiendo un hábito de fe (fe habitual) concedido por la gracia santificante (también a los niños, por medio del Bautismo), y un acto de fe (fe actual), necesario para aquellos que son capaces de obrar moralmente (porque tienen uso de razón), expresa esa radicalidad de la fe en la vida cristiana con esta tesis: la fe es necesaria con necesidad de medio para la justificación y para la salvación eterna, de tal modo que sin ella nadie puede salvarse; en el caso de todos los hombres en general (incluidos niños), se trata de la fe habitual, y en el caso de los que tienen uso de razón, de la fe actual. De modo que los niños, para salvarse, necesitan de la fe habitual conferida por la gracia santificante (de ahí la obligación de administrar el Bautismo cuanto antes sea posible), y los adultos necesitan el acto de fe para entrar en el reino de los cielos.
Una dificultad se plantea, sin embargo, con los que ignoran invenciblemente, sin culpa, el Evangelio, porque a ellos no ha llegado la predicación o por otras razones. Estos, ¿necesitan también la fe para salvarse? Ciertamente; lo que ocurre es que no hay que identificar la necesidad de la fe con la necesidad de aceptar explícitamente todo el Evangelio. Este tema ha sido afrontado repetidas veces por el Magisterio, y resuelto: cfr. Dz 1645-1647; Dz-Sch 2865-2867; 2915-2917. El Concilio Vaticano II ha recogido claramente la doctrina sobre este punto (Lumen gentium, nn. 14-16; Ad gentes, n. 7).
Supuesta la necesidad de la fe, la Moral se ha preguntado cuáles son las verdades que se deben creer, como absolutamente indispensables, para la salvación. Explícitamente, hay que creer, al menos que Dios existe y es remunerador (cfr. Heb 11,v.6) y a esas verdades se añaden, para los que quieren ser admitidos en el cristianismo, la fe en la Trinidad y en la Encarnación de Cristo (cfr. Simbolo Quicumque: Dz-Sch 75-76; 2164; 2380-81). Aunque esta segunda parte ha sido ocasión de disputas teológicas, es obvio que tratándose de temas tan importantes en los que está en juego la propia salvación, hay que estar por la opción más segura.
Pero aparte de las verdades necesarias mínimas, el cristiano tiene el grave deber de conocer todas las verdades reveladas por Cristo y propuestas por la Iglesia; ésta, desde el principio, procuró expresar en conceptos el contenido de la fe y así surgieron los Símbolos. Se considera deber grave el conocimiento del Credo, del Decálogo, Sacramentos y oración dominical. Pero, implícitamente, se debe creer toda la Revelación, es decir, lo que Dios ha manifestado a los hombres y ha sido propuesto por la Iglesia para creer: "Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal Magisterio" (Dz-Sch 3011).
La fe, además de la actitud personal de entrega a Dios, tiene un contenido objetivo, que reúne un conjunto de verdades, que el hombre debe aceptar: es un cuerpo de doctrina (verdades sobrenaturales e incluso naturales), que se deben conocer y vivir. Es lógico que el grado de conocimiento venga determinado por la capacidad de cada cristiano, aunque la Iglesia, como se ha visto, considera necesarias un mínimo de verdades, que deben conocerse para poder salvarse. Los laicos necesitan, dice el Concilio Vaticano II, "una sólida preparación doctrinal, teológica, moral, filosófica, según la diversidad de edad, condición y talento" (Apostolicam actuositatem, 29).
Pues bien, el cristiano, una vez aceptado globalmente todo el contenido de la fe, ha de procurar conocer y estudiar, a la luz de la razón ilustrada por esa misma fe, lo que Dios ha revelado. De acuerdo con su edad, nivel cultural, etc., tiene el deber de adquirir una sólida formación doctrinal-religiosa, de llegar a un conocimiento cada vez más serio y hondo de las verdades de la fe.
D. Obligación de profesar, conservar y extender la fe
El cristiano tiene el deber de dar testimonio de su fe, como se afirma frecuentemente en el Nuevo Testamento: "el que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre" (Mt 10,v.32; cfr. Lc 9,v.6; Rom 10,v.10). La Iglesia siempre lo consideró un deber, y los mártires (testigos) son demostración palpable de ese convencimiento.
Este deber tiene dos aspectos: uno negativo, que exige no renegar de la propia fe; y otro positivo, que obliga a confesarla públicamente en determinadas circunstancias, concretamente, "siempre que el silencio, la tergiversación o la manera de obrar lleven consigo la negación implícita de la fe, desprecio de la religión o escándalo del prójimo" (CIC, c. 1325). La confesión pública es necesaria cuando se es interrogado por pública autoridad (cfr. Dz-Sch 2118), o cuando se deben cumplir determinados deberes religiosos (contraer matrimonio, por ejemplo); también cuando lo exige el bien de la propia alma o el bien espiritual del prójimo, en aquellos casos, sobre todo, en los que el silencio podría poner en peligro la propia fe o producir escándalo. Existe también ese deber cuando, por ley eclesiástica, se manda una profesión de fe en ciertas circunstancias: conversión a la Iglesia católica, Bautismo, orden sacerdotal, promoción a la Jerarquía eclesiástica, etc. (cfr. CIC, c. 1406, 2314). Sólo cuando haya graves motivos, causa justa y proporcionada, se puede ocultar la propia fe o la pertenencia a la Iglesia (convertidos en ambiente hostil, épocas de persecución, etc.). Y aun en esos casos, si se hace mediante negación implícita o con escándalo para el prójimo, esa ocultación puede ser pecaminosa.
El cristiano debe dar constantemente testimonio de su fe: "Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo" (Mt 5,v.16). "Su fe no sólo debe crecer, sino manifestarse; debe llegar a ser ejemplar, comunicativa, informada por la expresión que muy justamente llamamos testimonio" (Pablo VI, aloc. 14-XII-1966).
E. Actos de fe
El acto de fe es el asentimiento de la mente a lo que Dios ha revelado. Un acto de fe sobrenatural requiere gracia divina. Se da bajo la influencia de la voluntad la cual requiere la ayuda de la gracia. Si el acto de fe se hace en estado de gracia, es meritorio ante Dios. Actos explícitos de fe son necesarios, por ejemplo, cuando la virtud de la fe está siendo probada por la tentación o cuando nuestra fe es retada o cuando estamos ante actitudes mundanas contrarias a la fe. Estas situaciones debilitarían nuestra fe si no recurrimos a un acto de fe. Un ejemplo de acto de fe: "Dios mío, yo creo en Ti y todo lo que nos enseñas en Tu Iglesia, porque Tu los has dicho y tu palabra es veraz". El acto de fe no siempre se vocaliza. En muchas situaciones lo hacemos y está siempre latente en nuestro corazón.
La fe inicia nuestra relación personal con Dios. Concilio Vaticano I: Por la fe quedamos habilitados para confiar todo nuestro ser a Dios, le ofrecemos el homenaje total de nuestro entendimiento y voluntad y asentimos libremente a lo que Dios revela. La fe es un don permanente los que la han recibido bajo el magisterio de la Iglesia no pueden tener jamás causa justa de cambiar o poner en duda esa fe. Debemos:
Tener una fe informada. Para ello es necesario estudiar lo que nuestra fe enseña.
Retener la Palabra de Dios en su pureza. (sin comprometerla o apartarse de ella)
Ser testigos incansables de la verdad que Dios nos ha revelado.
Defender la fe con valentía, especialmente cuando esta puesta en duda o cuando callar seria un escándalo. (Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis Humanae).
Creer todo cuanto Dios enseña por medio de la Iglesia (No escoger según nos guste).
¿Tienen fe los cristianos que no están en comunión con la Iglesia? Sí, tienen fe en Dios y conocen muchas de las verdades que El nos ha revelado. Pero no tienen fe en todo lo que El ha revelado.
Es muy fácil decir "Creo"; pero nuestras obras deben ser la prueba irrebatible de la fortaleza de nuestra fe. Convenzámonos de una vez que la ley de Dios no se compone de arbitrarios "haz esto" y "no hagas aquello", con el objeto de fastidiarnos. La ley de Dios es expresión de su sabiduría y su amor infinitos dirigidos al hombre para que éste alcance su fin y su perfección. Cuando adquirimos un aparato doméstico del tipo que sea, si tenemos sentido común lo utilizaremos según las instrucciones de su fabricante. Damos por supuesto que quien lo hizo sabe mejor cómo usarlo para que funcione bien y dure. También, si tenemos sentido común, confiaremos en que Dios conoce mejor qué es lo más apropiado para nuestra felicidad personal y la de la humanidad.
F. Pecados contra la fe
Al cristiano nunca le es lícita la negación de la propia fe, ni directamente, por palabras, signos, gestos, escritos, ni indirectamente, por aquellas acciones que, sin indicar en sí mismas oposición a la fe, sin embargo, por las circunstancias en que se realizan, podrían interpretarse así; esto ocurre también cuando un creyente niega con su conducta práctica la verdad en la que cree, o cuando con sus acciones (indiferencia, pecados personales) está negando la fe que dice profesar.
El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf. Concilio Trento: DS 1545) Pero, "la fe sin obras está muerta"(St. 2,26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo. El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: "Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia" (LG 42; cf. DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: "Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los Cielos, pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los Cielos"(Mt 10,32-33)
Es éste un problema que en nuestra época adquiere vastas dimensiones, cuando "muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión" (Gaudium et spes, 7) y el ateísmo se convierte en fenómeno de masas. Ciertamente, el hombre por propia culpa puede perder la fe, don de Dios condicionado a una actitud humana de aceptación, de respuesta, de modo que la falta de correspondencia continuada puede llevar a la pérdida de la fe. En este proceso inciden diversas causas, entrecruzándose muchas situaciones y actitudes: la exageración de la libertad, la relatividad histórica, el recelo frente al Magisterio de la Iglesia, los desórdenes morales, las dudas de fe, la influencia del ambiente, etc., unidas gran parte de las veces a la ignorancia religiosa. Entre todas, tal vez la más importante sea el desorden moral. Al estar el acto de fe sostenido por la voluntad y en última instancia por la gracia, es lógico que esté condicionado por las disposiciones morales del sujeto.
También se ha planteado el problema de si la fe puede perderse sin propia culpa:
Doctrinalmente, el problema fue resuelto por el Concilio Vaticano I, que afirma que "los que han recibido la fe bajo el Magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe" (Dz-Sch 3013; 3036). Los teólogos posteriores al Concilio interpretaron el texto unánimemente así: No existe causa objetivamente justa, ni subjetivamente justa, es decir, no hay motivo justo para la persona, que le lleve a abandonar la fe sin pecado.
Los pecados contra la virtud de la fe son de forma y gravedad diversa, y se han dado diversas clasificaciones. Se puede pecar contra la obligación de creer (infidelidad, apostasía), contra la obligación de confesar la fe (ocultación, negación de la fe), contra la obligación de acrecentarla (ignorancia religiosa) y de preservarla de los peligros. También puede pecarse por omisión (por no cumplir el deber de confesarla externamente, por ignorancia de las verdades que deben creerse) y por actos contrarios a esa virtud (pecados de comisión); éstos pueden ser por exceso y por defecto. Hablando propiamente no hay pecados por exceso, ya que no se puede exagerar en la medida de las virtudes teologales, pero se habla así cuando se consideran como objeto de la fe cosas que no caen dentro de él, como ocurre, por ejemplo, en la credulidad temeraria o en la superstición, cuando se cree en falsas devociones, en lugares pseudo- milagrosos, horóscopos, etc.; también entran en este apartado la adivinación y el espiritismo.
Se consideran pecados por defecto la infidelidad, la apostasía y la herejía, y a ellos suelen añadirse el cisma, la indiferencia religiosa, la duda positiva contra la fe y el ateísmo.
La infidelidad es, en general, la ausencia de fe debida; en sentido técnico, es la ausencia de fe en aquellos que todavía no han recibido su hábito mediante el Bautismo (en el Derecho canónico el infiel es el no bautizado). Atendiendo a la culpa moral se habla de infidelidad negativa o material cuando no es culpable por provenir de ignorancia (paganos, por ejemplo), infidelidad privativa debida a negligencia consciente y voluntaria, e infidelidad positiva o formal cuando existe una oposición culpable a la fe. No es siempre fácil decidir a cuál de estas tres especies se reduce la infidelidad de un individuo o de un grupo.